Supongamos que las elecciones transcurren con normalidad —con algunos incidentes, pero con una copiosa votación y paz social—. Supongamos que la ventaja del puntero es de tal magnitud que resulta imposible imaginar siquiera un alud de impugnaciones para cambiar el veredicto en el TRIFE o argüir la anulación electoral. Es más, supongamos que las cosas suceden con tanta limpieza y contundencia que los contendientes aceptan sin chistar la nueva distribución del poder.

Supongamos que, tras ese escenario democrático idílico, los principales actores políticos se preparan para salvar el larguísimo periodo de transición que media entre el 2 de julio y el 1 de diciembre, organizando a sus partidarios para proponer las reformas que defenderán a partir de la siguiente legislatura y las políticas públicas que emprenderán los gobiernos estatales y municipales, tan pronto como tomen posesión de sus cargos.

Supongamos que nadie cuestiona la legitimidad y el respaldo mayoritario del nuevo gobierno de la República y nadie lo desafía antes de tomar las riendas. Supongamos que durante el periodo de transición, el gobierno saliente se abstiene de tomar decisiones que puedan afectar el rumbo del sexenio siguiente y que se ocupa, en cambio, de preparar una entrega-recepción ejemplar, poniendo en manos del gobierno electo toda la información necesaria para facilitarle la toma de decisiones. Supongamos que esa misma actitud es emulada por los gobiernos de los estados y de los municipios donde habrá alternancia.

Supongamos que los representantes del nuevo gobierno actúan con la misma altura de miras y no utilizan ese proceso de entrega para poner en entredicho cada una de las decisiones tomadas. Supongamos que lo hacen, además, porque comprenden que no tiene sentido producir un conflicto sin razón. Supongamos que no hay “año de Hidalgo” y que los últimos meses de este sexenio se emplean para concluir las reformas pendientes en materia de transparencia, combate a la corrupción y defensa de los derechos humanos. Especialmente, de aquellas que han interrumpido procesos institucionales que han quedado truncados o han lastimado la paz y la armonía entre los mexicanos.

Supongamos que los llamados poderes fácticos se relajan ante la ecuanimidad de los gobernantes y no proponen ninguna estrategia de choque para “medir” al nuevo gobierno ni para obtener ventajas adicionales del que se va. Supongamos que no sólo le otorgan al nuevo gobierno el beneficio de la duda, sino que se proponen contribuir a sus fines con la mejor buena fe. Supongamos que esa conducta respalda la posición del Estado mexicano ante las negociaciones finales del TLC o ante la ruptura o frente a la puesta en marcha del nuevo tratado.

Supongamos que la mayor preocupación de la clase política, de los empresarios más ricos y mejor organizados de México, de los sindicatos y de las organizaciones de la sociedad civil que operan con auténtica autonomía es dialogar con los titulares de los poderes surgidos de la elección del 1 de julio para afrontar los defectos del régimen, combatir la pobreza y pacificar al país. Supongamos que los medios de comunicación acompañan este proceso abriendo sus páginas a la deliberación y añadiendo datos, comparaciones e información pertinente.

Supongamos que no tenemos la clase política que tenemos, que no tenemos la oligarquía que tenemos, que los criminales comprenden que no pueden seguir destruyendo al país, que el sistema financiero no quiere seguir medrando con la desigualdad, que hay una democracia consolidada y una sociedad participativa y consciente. Supongamos que no vivimos en México.

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