Los héroes que describe Homero en La Ilíada buscaban con arrojo y valor la muerte en la guerra, para ganar el honor de que sus proezas fueran cantadas por ser dignas de conocerse para ejemplo de los vivientes.

En estos tiempos de paz, la vida me ha concedido hacerle las honras fúnebres a mi padre; por eso aprovecho este espacio para compartir un sencillo tributo al hombre que me dio la existencia y me enseñó el sentido más importante de la misma.

El 28 de abril, don Coco cumplió su camino de casi 86 años. Hubo nacido en la época de los cristeros en el campo queretano, fue vencido por el terrible padecimiento del cáncer; como muchos, en el juego de azar que es la condición física y social que te asigna la vida, tuvo que enfrentar una realidad dura, llena de necesidades.

Desde niño inició su esfuerzo para el sustento familiar; un esfuerzo que iba a ser destino: vivir de la propia capacidad física. Con esto le bastó para probar que el dinero debía ser el suficiente para que no faltara, pero nunca demasiado que fuese un problema, como dijo el sabio Séneca.

Amó profundamente la libertad, y defendió su derecho a hacer lo que él pensó era necesario para mantenerla; respetó al prójimo porque conocía la amistad (el valor de reconocer en otro a un hermano). Aceptó que la vida es un viaje de vientos en contra, con más dificultades que bonanzas pero que, cada día, el mundo resulta como cada quien decide que sea.

Como designio del destino nació un 15 de mayo, fecha ahora dedicada al festejo de los maestros. Eso fue: sin libro y sin pupitre enseñó con el ejemplo que la honestidad es el único tesoro que puede acuñar quien nace sin riquezas de mercado.

Así construyó su herencia de trabajo y honradez. Los dos bastiones de la libertad de cada quien, que permiten en la dignidad no ser sumiso al dinero ajeno y decir lo que uno piensa.

Quienes lo conocieron reconocerán al hombre de familia (esposo, padre, abuelo, hermano, tío) y amigo; pero estoy seguro que para él, lo más valioso del viaje fue el camino mismo, la enseñanza del propio andar, no el destino al que llegaba.

El griego Konstantino Kavafis en el poema Ítaca, describe ese sentido especial de hacer la vida: que la verdadera esencia (lo que hace que valga la pena al final de una existencia), es el propio camino que se recorre; este sentido, exige una sensibilidad especial del mundo y al mismo tiempo, la propia consciencia de lo que se es.

La vida, es un viaje de regreso al origen del que partimos; será normal que al navegar —como dice el poema— se encuentren lestrigones (gigantes antropófagos que acabaron con la tripulación de Odiseo) y cíclopes; sin embargo, encararlos exige una determinación que define el carácter propio.

Viajar en la vida, es estar presto al riesgo y resuelto a enfrentarlo (ser abusado, decía don Coco), pero al mismo tiempo, disfrutar los pequeños detalles que tiene la existencia; eso es lo que distingue al buen viajero que saca provecho de las enseñanzas.

Tener siempre un destino qué construir es voluntad de vivir, una fuerza interior alentada por las convicciones y los valores que vence a los lestrigones que cada uno abriga; para ello, es preciso acudir al conocimiento aprendiendo de los que saben.

Los que fielmente cumplan ese destino, podrán descubrir el significado de haber vivido, como dice este verso: “...que llegues, ya viejo, a la pequeña isla, rico de cuanto habrás ganado en el camino / No has de esperar que Ítaca te enriquezca / Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.” Sólo puedo decir que el largo viaje de mi padre estuvo lleno de experiencias y peripecias; que disfrutó y apreció la maravillosa revelación que es la vida; que fue un hermoso viaje.

Con su legado, yo seguiré el mío, siempre tratando de aprender de quienes —como él— son sabios. Descansa en paz, don Coco; ¡hasta pronto, papá!

Especialista en Seguridad. Ex procurador General de Justicia de Querétaro

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