La crisis sanitaria y económica reveló un hecho devastador en el terreno de la política: el uso organizado de la mentira. Nunca se había mentido tanto como ahora y tampoco había sucedido de manera tan descarada, sistémica y permanente. Cada minuto se lanzan torrentes de mentiras, enmarcadas por la complicidad y disposición de las tecnologías y los medios de comunicación.

Presenciamos la rapidez con la que los mass media y las redes sociales difunden rumores desproporcionados, escándalos y prácticas de engaño, sin importar la verdad ni las consecuencias de lo dicho. Mientras más sórdido o espectacular es el contenido de la historia, mayor impacto tiene entre la audiencia. Lo más grave es que la mentira está dirigida a crear una percepción específica para favorecer intereses particulares.

Dada la difícil conciliación entre la verdad y las expectativas de las personas, resulta más fácil desconfiar de quien devela signos de veracidad. De este modo, quien expresa la verdad en la arena política, paradójicamente, es percibido como amenaza, más que aquel que actúa de manera mendaz.

Si bien, el arte de gobernar moderno siempre estuvo atravesado por el uso estratégico de la mentira política, por lo menos desde “El Príncipe” de Maquiavelo, su propósito era en engañar o faltar a las promesas en beneficio de la estabilidad política. Práctica pervertida en la experiencia presente. En la actualidad, la mentira política tiene un carácter destructivo sin precedentes.

La eficacia de la mentira hoy, radica en reescribir una experiencia conocida por la mayoría. De este modo, la manipulación de los hechos adquiere una gran escala a través de la cobertura masiva que realizan los medios de la falsificación de imágenes y discursos haciendo del no-hecho, una realidad.

Otro elemento puesto en marcha por la mentira política es la intención de engañar a todos, no se trata solo de confundir al oponente, sino de un engaño generalizado. Por eso, esta práctica hoy resulta colosal. Esto requiere de una eficiente fabricación de imágenes y su inmediata difusión para reemplazar y enmascarar la realidad, según convenga al grupo en el poder.

Finalmente, la mentira que trasmina el espectro político se despliega en el terreno del autoengaño, en el mentirse a sí mismo. Mediante este proceso, el mentiroso queda atrapado por sus propias mentiras. Y, cuando es exhibido como tal, porque no logró imponer el engaño, invoca al derecho constitucional de la libertad de expresión.

En medio de un conjunto de candidaturas improvisadas, salidas del mundo del espectáculo o del oscuro reciclaje partidista; con una oposición sin proyecto, dispuesta a replicar el discurso de odio como arma para destruir al adversario; y, un gobierno atravesado por poderes fácticos que determinan su actuación, resulta inexcusable desmontar la lógica de la mentira. Particularmente, si consideramos que los efectos producidos por la mentira política toman cuerpo en los discursos jurídicos, políticos, ideológicos o religiosos, sobre los que se sostiene el vínculo social.

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