En estos días, ha circulado en redes sociales una entrevista realizada en febrero pasado por Carlos Marín al general Gustavo Vallejo, el oficial encargado de la construcción del aeropuerto de Santa Lucía.

La atención se ha centrado en un fragmento en el que el general Vallejo afirma que, “por directiva presidencial”, las ganancias del proyecto irán para la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena).

Si en efecto existe esa directiva presidencial, su legalidad sería más bien cuestionable. José Ramón Cossío, exministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, planteó de este modo el problema: “Si esto es correcto, ¿bajo que título jurídico se concentran así las ganancias de un bien público federal? Como no puede estar concesionado, los ingresos son contribuciones. Por lo mismo, su destino solo puede determinarse por la Cámara de Diputados.”

Pero más allá de las consideraciones legales, hay aquí un debate político de enorme importancia: ¿cómo debemos financiar a las Fuerzas Armadas?

Ya he tratado este asunto en colaboraciones previas, pero, dada la discusión reciente, me permito ser reiterativo con los argumentos.

México destina menos de 0.5% del PIB al gasto de defensa. Lo que erogamos para defensa en este país es, en términos relativos, una sexta parte del presupuesto comparable de Colombia y la tercera parte de lo que gasta Brasil.

Añádase que nuestras fuerzas armadas tienen un mandato amplísimo. Además de las tareas del ámbito estrictamente militar, el Ejército y la Marina son las instituciones centrales cuando ocurren desastres naturales. Son, en muchas regiones, el instrumento de implementación de programas sociales. Y están, por supuesto, las labores crecientes en materia de seguridad pública.

Hay por tanto un argumento poderoso para incrementar el gasto de defensa.

Pero el método importa. Desde hace varios años, se ha permitido que las Fuerzas Armadas se hagan de recursos adicionales actuando como proveedores de servicios. Por ejemplo, en algunos estados donde el Ejército y la Marina tienen personal desplegado en labores de seguridad pública, los gobiernos estatales realizan pagos a la Sedena o a la Semar, además de entregar predios y obra pública (cuarteles, zonas habitacionales, etc.) a las secretarías militares. Algo similar sucede, por ejemplo, con Pemex y la CFE.

A este fenómeno, el gobierno federal le ha dado varias vueltas de tuerca. Está la administración de la Sedena de las pipas de distribución de combustible. Está la construcción de las sucursales del Banco del Bienestar. Y, centralmente, está el proyecto del aeropuerto de Santa Lucía.

¿Cuál es el problema con esto? En la medida en que las dependencias militares tengan fuentes propias de financiamiento, no dependientes del presupuesto federal, se debilita el control civil sobre las Fuerzas Armadas.

Y eso se da en un país con débil control civil sobre el estamento militar. De 1946 a la fecha, no ha habido un solo titular de la Sedena que haya sido removido de su cargo antes de finalizar el sexenio en el que sirvió. México es, además, uno de los dos países latinoamericanos que nunca ha tenido a un civil a la cabeza de su ministerio de defensa (el otro es Guatemala).

En esas circunstancias, el presupuesto ha sido el instrumento básico de control sobre las Fuerzas Armadas. Si eso ahora se debilita, la capacidad de los civiles para incidir en los asuntos militares se va a acercar a cero.

En conclusión, nuestras Fuerzas Armadas necesitan y merecen más recursos. Pero hay que dárselos por la vía presupuestal, sujetos a controles democráticos, no convirtiendo a nuestros soldados y marinos en empresarios semiautónomos.

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