Uno de los muy pocos lugares arbolados que se construyeron en nuestra ciudad, es la Alameda Hidalgo, conocida así por el monumento que se dedicó al cura Miguel Hidalgo, no obstante que la construcción de la misma, que incluyó el sembrado de árboles, se dio a finales del siglo XVIII y a lo largo de un poco más de doscientos años de vida, ha sufrido un sinnúmero de cambios y adecuaciones que la han llevado hasta el día de hoy a mantener esa vocación de propiciar la convivencia comunitaria.

Sin embargo, yo guardo particulares recuerdos de cómo era a finales de los años sesenta y principios de los setenta en el siglo pasado. No tenía entonces el bardado y enrejado que tiene en la actualidad, era un espacio abierto que colindaba con la carretera Panamericana y donde hoy es el centro cultural Manuel Gómez Morín era la vieja Central Camionera. En aquellos años, el parque ofrecía un lugar de esparcimiento para los chamacos en un tiempo en el que los riesgos de inseguridad eran mucho menores y contábamos con los permisos para ir en grupo de amigos a pasar un rato agradable el sábado por la mañana.

Sobre la avenida  Zaragoza había un enorme tobogán de metal con varios carriles y donde nos aventábamos sobre costales para generar un poco de adrenalina en una ciudad donde era escasa. Una y otra vez nos lanzábamos hasta que alguno de nosotros resultaba zarandeado o ya no alcanzaba el fondo económico para el tobogán y entonces lo dejábamos por la paz para ir a la zona de juegos donde había varios de metal hechos para resistir una y mil vueltas a prueba de niños.

Entre esa gama de diversiones, había un cohete de respetable altura que daba lugar a cuatro resbaladillas donde una y otra vez nos esforzábamos por acrecentar el brillo que cada una tenía a fuerza de tantas y tantas  pasadas sin las normas de seguridad que se tienen hoy día. Otro de los mejores recuerdos de visitar esa zona en fin de semana, era la posibilidad de ir a andar en bicicleta, gracias al negocio de la familia Félix, quienes las rentaban para disfrutar por hora de pedaleadas que incluían carreras, derrapes, vueltas completas al perímetro y que nunca incluyó el concurso de acumular tierra y polvo que seguramente sería de los más competidos.

Por fortuna, eran muy escasos esos momentos donde se generaban ciertos enfrentamientos con otros chamacos que propiciaran algún probable pleito. El poco dinero que reuníamos nos rendía bastante bien hasta el grado de poder incluir en el paseo la compra de alguna fritanga o un helado para recuperar la pila y alimentar bichos internos. Supongo que lejos de enojarse por los raspones que obteníamos en ese arbolado lugar, más bien era un espacio al que nuestros padres agradecían la manera de consumirnos energía y regresar a casa a realizar actividades mucho más tranquilas.

Conservo la idea de que en esos años, la Alameda Hidalgo era el reflejo de una ciudad que conservaba la magia de una libertad que hoy es apenas un vago recuerdo y que se perdió sin que pudiéramos hacer nada al respecto. Aquel cohete voló hacia el pasado y el tobogán se resbaló hacia el olvido. Para fortuna nuestra, prevalecen muchos de los árboles que siguen siendo una verde manifestación de la imperiosa necesidad de contar con más espacios similares que puedan construir su propia historia en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

@GerardoProal

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