Aquel lunes de diciembre de 1987, una nota publicada en el periódico que dirigía le amargó el desayuno. En el texto de marras, una reportera daba cuenta pormenorizada de la posada que la empresa cooperativa propietaria del rotativo había organizado dos días antes para los trabajadores. La directora del diario leía la crónica entre desdén y desgano cuando un comentario de la reportera, incluido en el último párrafo, provocó que el huevo con tocino se le atragantara. “Por cierto, pese a que había anunciado que asistiría a la posada, la directora nunca llegó. Los trabajadores, desairados una vez más, nos quedamos esperando, esperando, esperando…”

La directora abandonó intempestivamente el Delmonico’s de la Zona Rosa, se montó en su vehículo, le indicó al chofer que se dirigiera a la redacción ubicada por los rumbos de la San Rafael, tomó el teléfono del auto y habló con el subdirector, el presidente del Consejo de Administración  y con los jefes de redacción e información a quienes citó para una junta urgente “en media hora”.

Cuando los subalternos  llegaron a la redacción, se miraron entre sí, extrañados. Ninguno,  confirmaron al momento, sabía la razón de la convocatoria. Además, de desconcertados se encontraban nerviosos. Habían escuchado la voz alterada de la periodista-política a través del auricular. Todos los presentes conocían sus desplantes cuando estaba colérica.

Cuando la directora entró a la sala de juntas se confirmaron sus temores. Traía una mirada que echaba chispas. Detrás suyo venía su asistente, quien repartió a cada uno de los convocados un ejemplar del periódico de ese día abierto en la página donde se encontraba la crónica. El párrafo aludido estaba dentro de un círculo resaltado con marcador amarillo.

—Señores, ¿qué es lo que pasó?, dijo a punto de perder el control.

Después de leer el párrafo, nuevamente todos se miraron entre sí. El silencio tenso, que se percibió extremadamente largo, fue roto por la directora, quien golpeó el centro de la mesa con el puño derecho cerrado al tiempo que gritó: ¡Necesito una explicación de inmediato!

El jefe de información propuso suspender 15 días a la reportera. El presidente del Consejo de Administración señaló a “la reacción de dentro y de afuera” como la responsable de los hechos. El subdirector volteó a ver al jefe de redacción y dijo tajante que no entendía cómo es que se había permitido un gol de ese tamaño.

La directora volvió a intervenir: ¡Quiero una sanción ejemplar para los responsables!

El jefe de redacción comenzó a sudar frío. Sabía, sin duda, que era el principal responsable, pues se trataba del último filtro oficial antes de la impresión del periódico. Estaba consciente de que por estar escribiendo su columna política de los lunes no leyó los materiales periodísticos. De hecho, había delegado tal responsabilidad en uno de los secretarios de redacción. Pensó en éste. Intuía que ahí se encontraba su salvación. Cierto, estimaba al joven editor. Sabía de sus problemas de salud. Estaba seguro de que el desliz se le había ido por cansancio, por distracción, no por mala leche. Sin embargo, no había otro remedio, era necesario fabricar, así al vapor, un chivo expiatorio para desahogar la ira de la directora, para no perder un trabajo que le dejaba buenos dividendos económicos, vía el embute. Tenía la certeza de que ella lo perdonaría. El conseguía mucha publicidad para el periódico. A nadie convenía su despido. Se armó de valor y comenzó una especie de mea culpa donde expuso que él era el culpable por haber encargado la lectura de esa crónica a alguien, que ahora se había dado cuenta, formaba, junto con la reportera, parte de un complot contra la dirección del diario. Asumía, pues, su responsabilidad y las consecuencias de sus actos.

Quizá cuestión de estrategia, pero sobre todo de dinero, de mucho dinero, los convocados se lanzaron a la yugular del joven editor y, por supuesto, de la reportera. En cambió a él lo cobijaron, lo justificaron, lo exculparon. Hasta el subdirector, que tenía sus reservas, se unió al coro. En sintonía, la directora dio la orden terminante. “¡Despidan de inmediato a esos individuos! Y de hoy en adelante", se dirigió al jefe de redacción, "usted va a leer todos y cada uno de los textos que se publiquen en la sección nacional. Y no me importa cómo le vaya a hacer, que para eso le pago…”.

El editor en jefe respiró aliviado.

—Hay un problema, señora directora, planteó el presidente del Consejo de Administración. A la reportera la podemos correr hoy mismo. No hay mayor dificultad, pero el secretario de redacción ya es cooperativista, y como tal no puede ser despedido…

—Pues envíelo a intendencia.

—¿Cómo?

—Sí. Transfiéralo de inmediato al área de intendencia.

—¿A intendencia, señora directora?

Sí, póngalo a lavar los retretes. Verá si dura más de dos días…

Efectivamente, ese mismo lunes por la tarde, el jefe de redacción le comunicó a su subalterno la decisión tomada por la dirección. “Te juro que te defendí lo más que pude, pero ya conoces a la directora. Está furiosa contigo”.

Tembloroso, a punto del llanto, el joven redactor  todavía le dio las gracias y ya no se presentó a laborar al día siguiente. Fue tal la humillación que ni siquiera se apareció a cobrar su finiquito.

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