Basta ver lo desaseado del procedimiento legislativo propuesto por PRI y PAN para aprobar en comisiones las leyes secundarias de la reforma energética, para entender por qué algunas de las reformas aprobadas en el Congreso no han tenido ni tendrán los efectos positivos que algunos anticipan.

En efecto, la coalición PRI-PAN-PVEM, en su urgencia por aprobar la reforma energética, está tratando de evitar a toda costa el debate y la discusión en el Congreso. Para ello, propusieron modificar la forma de discutir y aprobar los dictámenes en comisiones del Senado para que todo fuera expedito y sin que hubiera una suficiente deliberación de los mismos. Al parecer, no les basta con saber que tarde o temprano se van a aprobar esas leyes. Tienen el número de votos para ello. No, eso no es suficiente, también quieren hacerlo rápido y sin discusión. Ni siquiera les importa pasar por encima de los procedimientos legislativos ni que todo el proceso en general pueda ser impugnado.

Una reciente declaración del senador Emilio Gamboa refleja de cuerpo entero la posición de los priístas empecinados en aprobar por fast-track las leyes secundarias: “Olvidémonos que si es legal o no, eso ya quedó claro. La izquierda dice que es ilegal. Nosotros decimos que es legal. No nos vamos a poner de acuerdo. No hay juez aquí. Pongámonos a discutir la esencia de lo que hoy día nos trajo.” El senador Gamboa sabe (o al menos debería saberlo) que todo el proceso puede ser impugnado y que continuar por esta vía es agregarle incertidumbre a una reforma cuyo destino es de por sí azaroso (recordemos que está pendiente la posibilidad de que haya una consulta popular al respecto). No en balde en días pasados, el senador Javier Corral, presidente de la Comisión de Régimen y Prácticas Parlamentarias, informó que “el procedimiento que acordaron las comisiones es ilegal, porque viola el reglamento del Senado”.

Continuar tratando de evitar la discusión en el Congreso tiene otras implicaciones más allá de las puramente políticas. La ausencia de un verdadero debate puede traducirse en un mal diseño de una política pública. Ya lo hemos vivido en el pasado. La aprobación sin discusión alguna de múltiples reformas en la época salinista explica en parte la mala calidad y los malos resultados de muchas de ellas. Además, una reforma cuya validez jurídica tiene algún grado de incertidumbre o cuya legitimidad política con la sociedad es cuestionable, no genera el mismo interés o entusiasmo en los potenciales inversionistas. Si éstos saben que existe alguna probabilidad (incluso baja) de que una reforma sea revertida o rechazada posteriormente (ante un cambio en la correlación de fuerzas políticas, por ejemplo), el interés disminuye y, si finalmente deciden participar, lo harán demandando un retorno más alto que si no existiera esa incertidumbre sobre la validez jurídica y política de la reforma. Eventualmente, un mayor rendimiento para los inversionistas podría volverse una suerte de confirmación de las críticas internas a la reforma, lo que podría debilitar aún más el apoyo a la misma, lo que a su vez aumentaría la incertidumbre y terminaría llevando todo a una especie de círculo vicioso.

Más aún, ¿cuál es la señal que les envían los priístas a los potenciales inversionistas sobre la importancia que le dan al Estado de Derecho? ¿Qué les garantiza a éstos que el gobierno no cambiará las reglas si eso le conviene a sus intereses? Es bien sabido que el respeto al Estado de Derecho es una de las áreas en las que peor desempeño tiene México en cualquier indicador de competitividad internacional. Por ello, este tipo de comportamiento, además de ser claramente antidemocrático, es perjudicial incluso para el buen funcionamiento de las propias reformas. Los priístas parecen no haber entendido esto ni haber entendido la pluralidad en la que ahora gobiernan. Al parecer añoran la época en la que aprobaban reformas sin discusión ni deliberación pública y creen que pueden revivir las prácticas del salinismo. No aprendieron la lección.

Economista

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