En la reciente reforma a la Ley de los Trabajadores del Estado nadie puede dudar del propósito de cambio del nuevo gobierno. Es necesario que reconozcamos que la reforma va contra el inmovilismo de las relaciones servidores públicos-entidades de gobierno. Que pretende de buena fe combatir la hipoteca que pesó sobre la hacienda pública, convirtiéndola deficitaria y cada vez más costosa para toda la población. Que es una reforma que entiende que la peor de las políticas es dejar a la inercia, al accidente o la casualidad las relaciones de trabajo en el sector público. Pero la reforma de la Ley de los Trabajadores del Estado, por su celeridad, su falta de consenso, ayuna de procedimientos y de solidaridad generacional, es un golpe de choque al imponerse en unos cuantos días y hacerse en contra de los principios constitucionales de la justicia laboral.

Hay una premisa de fondo de la reforma que es incontrovertible: el costo de los trabajadores que se jubilan y pensionan con cargo al erario es insostenible al carecer de fuentes de financiación. Pero en ninguna parte de las reformas del 10 de diciembre se combate el problema de cómo crear mecanismos financieros que sean la fuente económica para el pago de las pensiones. Esa debía ser la discusión respecto de la cual guarda silencio el secretario de Finanzas del estado y el Congreso. Porque el punto de la reforma era un asunto de cuánto aportan los trabajadores y en dónde está ese dinero, qué se hace, y qué se ha hecho con las aportaciones durante décadas, y con base en ese informe proceder a detectar las razones del déficit actual. Y no pretender resolverlo con la Ley de Ingresos y Presupuesto del Estado como si las pensiones fueran un capítulo y partida de gasto corriente. Este gobierno y los anteriores nos deben a los queretanos una explicación de la historia de los dineros que han hecho sus trabajadores para las pensiones.

Con 14 votos a favor y 11 en contra, la 57 Legislatura aprobó la iniciativa de reforma a la Ley de Los Trabajadores del Estado, que regula pensiones y jubilaciones de quienes prestan sus servicios en los tres poderes. Pero se olvidó que en el Estado de derecho los cambios deben atenerse a las formalidades esenciales, como lo exige el Artículo 14 de la Constitución. Es decir, el debido proceso que no es sólo oír a los afectados. El proceso se violentó ante la celeridad de una reforma que alteró las formas sustanciales de las relaciones de trabajo y se hace unilateral, sin diálogo ni negociación, y que conste que aun con estos no significa que la reforma se dejara al derecho de veto de algún grupo o partido. En materia legislativa rige el debido proceso y no fue respetado. Y esa omisión se proyecta al interior de la ley reformada, al no establecer mecanismos adecuados para hacer valer el proceso ante los tribunales al ventilar las controversias en materia burocrática.

Pero la reforma se inscribe en un proceso de erosión de derechos en el mundo, que ya el sistema internacional ha repudiado al incorporar el requisito de 60 años como edad mínima para alcanzar la jubilación, cuando antes la ley pedía que los funcionarios trabajaran durante 28 años, pero no exigía edad mínima. Más allá del acuerdo o desacuerdo con dicho requisito, es claro que muchos trabajadores emprendieron su proyecto de vida laboral pensando en ese umbral de resistir 28 años trabajando y ahora se modifica su situación contrariando el principio constitucional de irretroactividad del Artículo 14, en relación con los Artículos 5 y 123 de la Constitución, al impactar sobre la estabilidad laboral de los prestadores del servicio público. A este respecto es clara la inconstitucionalidad del artículo 136 de la reforma que dice:

“Tienen derecho a la jubilación los trabajadores con treinta años de servicios, en los términos de esta Ley, una vez cumplidos sesenta años de edad (Ref. P. O. No. 92, 10-XII-15)”.

La reforma también establece un salario máximo de 42 mil pesos de jubilación, cuando la pensión vitalicia de la que gozaba un funcionario con cargo de dirección o más no tenía tope. Y se establece ahora el promedio de salario de los últimos cinco años para establecer la percepción para el retiro y se toma en cuenta el registro de antigüedad en el cargo. Más allá de que esta parte de la reforma, “el salario regulador” fue un concepto interpretado por la Suprema Corte invalidándolo, tiene relevancia al pretender terminar con la aristocracia del sector público cuyos incentivos perversos para los altos cargos son ahora el móvil para participar en la política.

Dice el artículo 137 cuyo diseño similar ya ha sido anulado por la Corte al interpretar las leyes de otros estados:

“La jubilación dará derecho al pago de una cantidad equivalente al promedio de la cantidad percibida como sueldo en los sesenta meses anteriores a la fecha que ésta se conceda y su percepción comenzará a partir del día siguiente a aquel en que el trabajador haya disfrutado el último sueldo por haber solicitado su baja en el servicio. (Ref. P. O. No. 92, 10-XII-15)”.

Sin cuestionar las intenciones de la reforma creo que la legislatura pudo haberle ahorrado un conflicto más al Poder Ejecutivo y darle menos oportunidad política a los nuevos opositores que critican lo que ellos también hicieron: el abuso de los derechos y el desvío de poder.

Abogado

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