Dice el refrán popular: “El prometer no empobrece, el dar es lo que aniquila”. Con una generosidad sin límites, los aspirantes a las gubernaturas del Estado de México, Nayarit y Coahuila despliegan en estos días, junto a un torrente de anuncios en los medios, carteles en las avenidas y pintas en los muros, un arsenal de regalos y un abanico de promesas.

Nada nuevo, en verdad. Es la historia de nuestra democracia electoral, donde la demagogia suple la mínima confrontación de diagnósticos y propuestas viables para enfrentar los grandes problemas del país, la entidad o el municipio.

Se dice, por ejemplo, que en el cuarto de guerra del candidato Vicente Fox, un asesor norteamericano preguntó:

—¿Cuál es el problema más sentido para los electores?

—El desempleo —respondió uno de los presentes.

—¿Y de qué tamaño es el problema? —insistió.

—Pues la presión demográfica es enorme, cada año se incorporan a la población económica activa (PEA) unos 900 mil jóvenes.

“Entonces”, concluyó el experto, “para desplegar una campaña que le llegue a la gente, hay que ofrecer un crecimiento económico que permita atender no solo esa demanda sino ir reduciendo el rezago acumulado; empleo para todos”.

Otro de los presentes aclaró que, en promedio, cada punto del PIB generaba 200 mil empleos; así se concretó la fórmula mágica: Fox ofrecería un crecimiento del 6 por ciento anual, de manera de atender no solo a quienes entraban cada año al mercado de trabajo sino también el rezago.

Unos años atrás, el presidente Carlos Salinas de Gortari emprendió una serie de reformas que sacudieron los “principios políticos fundamentales” de la Constitución. La sacudida tocó lo que parecía intocable. Pero otro dato merece subrayarse: en ningún momento el candidato Salinas ofreció reformas de tal calado. Sin embargo, lo hizo.

Estos ejemplos sirven para mostrar, por una parte, que los candidatos y sus equipos suelen construir su oferta con base en cálculos políticos: a partir de identificar los temas que importan a los grandes segmentos de electores para convertirlos en lemas de campaña, no necesariamente “compromisos”; y, por la otra, que nada en la ley mexicana los obliga a honrar su oferta de campaña, por lo que puede llegarse al extremo de gobernar con los programas de sus adversarios.

Los estrategas de campaña saben que la pobreza material y cívica de millones de mexicanos los convierte en “clientelas”, no en ciudadanos en ejercicio pleno de sus derechos políticos. La gente intercambia su voto o su credencial de elector por un tinaco, material para construcción, sillas de ruedas, lavadoras, tarjetas-monederos...

Pero no toda la “pepena” de votos se reduce a la repartición de bienes. También están las promesas como la de duplicar el apoyo a “los viejitos” y hacerlo universal; o instaurar el ocurrente “salario rosa” para las amas de casa... Como lo hacen cotidianamente publicistas inmorales con productos “milagro” (esos que ofrecen reducir varias tallas en unas cuantas semanas), los expertos en mercadotecnia electoral no tienen límite en lo que ofrecen y en la mutación de la apariencia de los candidatos, maquillando perfiles y fotografías.

Lo que debiera orientar el voto de los ciudadanos no es lo que den o lo que prometen los candidatos sino el examen de lo que son.

Pero no ocurre así. La pobre cultura democrática de muchos mexicanos —la costumbre de estirar la mano y esperar todo de “Papá Gobierno”— favorece el ascenso de candidatos demagogos. De poco ha servido la creación de instituciones como el INE cuando todavía hoy, en muchas regiones del país, el sufragio es materia de compra-venta. Por eso la nota distintiva de las campañas en curso, sin importar siglas o tipo de aspirantes, es la feria de dádivas y promesas. De ahí la consigna dominante: ¿Quién da más?

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