La semana pasada se aprobó la Ley de Amnistía. Desde su campaña presidencial, López Obrador había propuesto liberar a campesinos y jóvenes que por razones de pobreza habían cometido delitos contra la salud. La iniciativa generó cuestionamientos y críticas, como si se tratara de la liberación de secuestradores y otros peligrosos delincuentes. No es el caso. La propuesta de entonces, como la ley aprobada, tiene efectos muy limitados. Solo aplica para algunas personas acusadas o sentenciadas en el fuero federal: por aborto (aunque es un delito que se persigue en el fuero local), campesinos u otras personas que en condiciones de pobreza hayan cometidos delitos contra la salud, consumidores que se hayan excedido hasta el doble de las dosis toleradas, indígenas que no contaron con intérprete durante sus procesos, por delitos de sedición o robos simples no violentos. Quedan exceptuados quienes hayan cometido delitos de secuestro, contra la vida, que hayan usado armas de fuego o cometido cualquier delito grave, incluidos todos los contenidos en la siempre creciente lista del artículo 19 Constitucional.

A pesar de la oposición, la Ley de Amnistía se aprobó ante la urgencia sanitaria y la crisis que se espera en las cárceles por el Covid-19. Nuestros reclusorios son lugares hacinados en los que existen muchas carencias como falta de comida, agua, jabón, medicamentos, ropa. Por las condiciones de vida en las cárceles —en el que muchas personas comparten espacios sin condiciones de higiene— suelen propagarse con mayor facilidad enfermedades. Así ha sucedido con la tuberculosis, el VIH/sida y la hepatitis. Incluso, hace poco hubo un brote de sarampión en uno de los centros penitenciarios de la Ciudad de México. El control de una epidemia es imposible en las condiciones existentes. Peor aún, muchas de las personas privadas de la libertad tienen problemas de salud —como obesidad, diabetes, tabaquismo— que se asocian con complicaciones en caso de contraer Covid-19. Actuar con rapidez en este escenario no sólo es una urgencia sanitaria sino también una exigencia justicia social. Recordemos que muchas de las personas que están ahí lo están por pobres, porque esos son los perfiles que captura nuestro sistema de justicia penal.

Celebro que la Ley se haya aprobado. A pesar de ser pocas las personas potencialmente beneficiadas, la posibilidad de liberar a personas que no deberían estar en prisión es positivo. Sin embargo, es cuestionable su utilidad para hacer frente a la emergencia sanitaria. Además de no aplicar para personas acusadas en los sistemas locales —donde son llevados la mayoría de casos del país— la Ley no tiene efectos inmediatos. Ordena la creación de una comisión —en un plazo de hasta 60 días hábiles— desde el ejecutivo federal para revisar cada caso. La personas interesadas deberán solicitar a dicha comisión la aplicación de la ley. Esta tiene hasta 4 meses para resolver cada solicitud. Un proceso de amnistía podría llevar hasta 7 u 8 meses, y habrá que ver cuántas personas están en condiciones de realizar una solicitud. Para hacer frente a la crisis de salud en los sistemas penitenciarios, la Ley es insuficiente y habrá que echar mano de otras medidas como la conmutación de la pena, la liberación condicionada o los indultos.

El sistema penitenciario es el ultimo eslabón del sistema penal. Los delitos que ahí se sancionan y el perfil de las personas privadas de la libertad son reflejo del quehacer cotidiano de policías, fiscalías y defensorías públicas. La realidad es que nuestras instituciones penales no detienen, investigan o persiguen delitos graves; procesan principalmente a pequeños delincuentes, pobres, detenidos en flagrancia. Si realmente se busca hacer frente a la crisis, deben suspenderse por completo y a nivel nacional las detenciones por delitos menores (como los incluidos en la Ley) y el uso de prisión preventiva. De poco sirve liberar por un lado si continúan las detenciones cotidianas de los mismos perfiles.

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