¿Quién es Enrique Peña Nieto, el hombre que hoy recibe de Felipe Calderón la banda presidencial y mañana suscribirá un pacto con las principales fuerzas políticas del país en el Castillo de Chapultepec para consolidar la transición política?

Hay muchos textos que pretenden darnos una biografía y una aproximación a su talante, a su pensamiento, al círculo que lo rodea. Pero ninguno de ellos nos dice realmente quién es Peña Nieto. Del candidato y Presidente electo más identificado o conocido por los mexicanos, poco sabemos. No se ha distinguido por irrumpir en el mundo de las ideas, no tiene obra escrita y en la campaña varios lo llevamos hasta la picaresca porque no atinó a mencionar tres libros.

Tampoco los seis años como gobernador del Estado de México nos dan mayores trazos, lo digo en relación con una visión de país, con una concepción amplia de la política y el Estado, con el ejercicio del poder presidencial. Escogió la estrategia de la imagen sobre los contenidos, se apalancó en la televisión como nadie y les dio cientos de millones de pesos a las dos principales televisoras para llegar. Por eso conocemos su rostro acicalado pero no sabemos qué espíritu lo anima, qué fuego lo desata, dónde se anidan y cuáles son sus convicciones y si, además de millones, les seguirá dando más poder a la televisión.

De sus modales y de su método hay más datos que de su pensamiento, aunque hay quienes dicen que es un hombre culto y que lo de los tres libros impronunciables en la FIL de Guadalajara fue una traición de la memoria, una presión del momento, aunque hay que tener cuidado ahora con esas referencias porque el ascenso al poder magnifica los halagos y descubre cualidades reconditas. Me confiesan quienes lo conocen desde hace tiempo que es medio naive, pero otros me aseguran que su ingenuidad es deliberada, que asesta cuando lo tiene que hacer y asume riesgos inauditos en el momento preciso. Yo recuerdo su súbito viraje para determinar el candidato del PRI que lo sucediera en Edomex, cuando supo que las fuerzas de oposición que construíamos una alianza buscábamos a Eruviel Avila.

Se dice que Peña Nieto se asume en dos momentos distintos, el de candidato y el de Presidente, y que por eso sería capaz de romper incluso con algunos de sus aliados, no sólo por una convicción democrática —que no conocemos—, sino por una obligación del momento para recuperar poder y para conseguir la anhelada credibilidad que los millones de pesos no pudieron comprar. Se atreven a decir, incluso, que podría ser un reformador, toda vez que ha impulsado la celebración del pacto por México, al que le han dado en llamar equívocamente “La Moncloa Mexicana”. La pregunta que muchos tienen por estos días es si lo puede hacer sin ideas propias y rodeado de los peores intereses a los que ya ha repartido algunos de los principales cargos en su gabinete legal, esto es, si Peña Nieto cumpliría su palabra.

Sostengo que es posible, y no sólo me anima mi terca esperanza, sino el diagnóstico sincero sobre el país, si se atiende al difícil momento mexicano, colmada la incertidumbre sobre nuestro crecimiento económico y percibido el regreso del PRI como amenaza de regresión autoritaria, adicionadas las tensiones sociales soterradas que en cualquier momento pueden explotar.

Creo que Peña podría ser un Presidente que consolidara realmente la transición democrática y empujara a México a la modernidad política y al crecimiento económico, si además de hacerse de la Presidencia de la República, se hace también del poder, y luego decide someter ese poder a acotamientos y controles constitucionales y no a las presiones y chantajes de los poderes fácticos. Eso sería una Presidencia democrática. Reconstruir el andamiaje del gobierno y recuperar soberanía al Estado, serían sus retos.

Y esto es lo que creo que anima al Pacto por México, aunque aún no conozcamos quién es realmente Peña Nieto. Y ese acuerdo político nacional tendría como propósito esencial la reubicación de los poderes financiero, mediático y sindical a su papel de intermediarios y no como los mandamases actuales.

Si eso es posible, yo apuesto por ello, porque eso empareja el terreno no sólo en la economía, las telecomunicaciones o los sindicatos, sino en la política general del país, vendría un respiro en medio de la sofocante polarización, se podría abrir —sin renunciar a nuestras diferencias y estrategias de lucha política— un tiempo de unidad nacional en lo esencial, y una disputa más civilizada en la lucha por el poder.

Senador por el PAN

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