El presidente no tiene que modificar ninguna norma para ordenar que toda la información que se genera en el gobierno se entregue a los ciudadanos en menos de 72 horas; es más, ni siquiera es necesario esperar a que esos documentos sean solicitados, porque las leyes que están vigentes ya establecen obligaciones específicas de transparencia proactiva para todos los entes públicos. Tampoco tiene que buscar la reforma de la Constitución para sancionar de motu proprio a los funcionarios que se nieguen a abrir los documentos. Para cumplir las promesas que estuvo haciendo durante la semana, solamente tiene que cumplir la ley.

Tampoco necesita eliminar de tajo la existencia del Inai —el órgano garante del derecho de acceso a la información y de la protección de datos, y la cabeza del Sistema Nacional de Transparencia— para comprar vacunas. Podría restarle esa misma suma a los proyectos de obra pública que ha venido defendiendo a capa y espada y que, de paso, no sólo servirían para sufragar las verdaderas prioridades sino para evitar el irreparable daño al medio ambiente que esas obras ya están generando. Si se niega a suspender el Tren Maya, podría impulsar entonces la reforma fiscal progresiva que, de manera casi unánime, se le ha pedido desde que comenzó el sexenio; o podría negociar un incremento de recursos para la atención de la pandemia con el sistema financiero internacional, suspendiendo temporalmente el pago de intereses de la deuda externa, como lo sugirió desde hace tiempo la Organización de las Naciones Unidas.

Si quisiera más transparencia, podría ordenar que se cumpla cabalmente con laLey General de Archivos para registrar en tiempo real todas las operaciones que realiza su administración y dejar a la posteridad todos los datos indispensables para escribir la historia que hoy, por falta de respaldo y voluntad, se pierde todos los días. Si buscara combatir la opacidad, no habría tolerado que su gobierno reservara toda la información sobre la compra de vacunas (como lo hizo, mientras prometía más transparencia) ni aceptaría que las fuerzas armadas, a las que les ha entregado tareas y dinero a carretadas, utilicen el argumento de la seguridad nacional para negar el acceso a los documentos que permitirían saber a cualquier persona cómo se están usando esos recursos.

Si el presidente tuviera deseos de convertir a su gobierno, como dice, en el más transparente de la historia, podría haberlo hecho desde el primer día; en cambio, ha negado el acceso a los datos que menciona, incluso, en sus propias conferencias mañaneras y ha escatimado el derecho a saber a casi siete de cada diez personas que solicitan documentos públicos. De ser cierto lo que dice, no aceptaría que la Secretaría de Función Pública apareciera entre las dependencias que niegan o reservan más información.

Lo que está diciendo el presidente para hacerse del control total del manejo de la información pública son puras mentiras. Ni siquiera es cierto que el Inai tenga más dinero del que necesita; ni los archivos ni el Sistema Nacional de Transparencia tienen recursos suficientes para ofrecer garantías plenas de cumplimiento del derecho a saber en toda la república. Por el contrario, no hay ninguna forma de sostener, con un mínimo de veracidad, que este gobierno esté cumpliendo el principio constitucional de máxima publicidad.

Lo que es cierto es que quiere controlar toda la información y sujetar la conducta de los medios de comunicación borrando del mapa a los órganos autónomos que se lo impiden. Lo quiere hacer cuanto antes, en pleno proceso electoral: quiere que su gobierno sea el único facultado para decidir qué se dice y cómo. Como el presidente gobierna con palabras que niegan los hechos evidentes, odia a quien se atreve a desmentirlo.

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