Mercedes Sosa, la mayor exponente de la música folklórica argentina de nuestros días, declaraba: “Cambia lo superficial / cambia también lo profundo / cambia el modo de pensar / cambia todo en este mundo. // Cambia el clima con los años / cambia el pastor su rebaño / y así como todo cambia / que yo cambie no es extraño”.
Al escuchar la letra de la canción, surge en mí la rebeldía: quisiera que lo profundo no cambiara, que lo esencial se mantuviera intacto, que hubiera un tronco de valores al cual aferrarse en el momento en que vivimos. Que todos siguiéramos el decálogo milenario y vivir en paz.
Sin embargo, las verdades van cambiando. Pasan los siglos y los conceptos definidos por la ciencia se transforman, al romperse contra el muro de las evidencias. Los vehículos que nos llevan a otra parte son diferentes de un año al siguiente. Nuevas palabras se incorporan al vocabulario. Los dogmas dejan de serlo y los dogmáticos sienten que su nave hace agua en medio de la tormenta. Una voz interior les hace ver que solo hay dos caminos: aceptar que vivían en el error y cambiar el rumbo, o vivir con la amargura de la terquedad.
Hay pasillos largos que se presentan ante nosotros en momentos inevitables. Tenemos que transitar esos caminos y llegar al otro extremo, ubicado en la profundidad de la vida. Aunque los órganos del interior de nuestro cuerpo se vuelvan trizas, aunque los pulmones se conviertan en pañuelos húmedos, aunque no haya mayor dolor que el nuestro.
Sobre este duelo escribió Miguel Aguilar Carrillo, poeta queretano, en su “Autorretrato sin hijo” que tiene esta dedicatoria: “Para Rodrigo, muerto a los dos días”. Las primeras estrofas son: “Entre los muros blancos / el amplio corredor se desparrama. / Nunca pensé que pasos más cansados / pudieran recorrer la pesadumbre. // Una banca hacia el final y sin respiro: / —Si eres creyente / deja al agua su respuesta. // Agua blanca vertí sobre tus sienes / y te llamé Rodrigo, / no sé por qué no me escuchaste. / Con agua contenida en el hueco de las manos / te llamé / y no me respondiste: / Eras espuma y sin remedio // Quise poner tu nombre en mi esperanza / y como el agua blanca te perdí en las comisuras. / Te convertiste en éter, en piedra para abismos”.
Los poetas ponen por escrito lo que nosotros sentimos y no sabemos nombrar. Ellos hacen suyas las palabras, con letras arman frases que son eslabones, estrofas que son cadenas, y al leer la obra reunida en un libro podemos recorrer los distintos caminos que los humanos andamos, porque a final de cuentas nos parecemos. Lo que vive uno, lo vivimos todos.
Se me ocurre que los poetas, de niños, ya tenían otra manera de comportarse; quizá sean filósofos en miniatura, artistas en versión de juguete. De por sí, los niños se comunican entre ellos y con sus mascotas en lenguajes que nosotros hemos perdido. Quizá los poetas hayan encontrado la fórmula de conservar intacta el alma de la infancia y la usan para escribir.
A veces, lo profundo es inaccesible. Este párrafo es de Alberto Ruy Sánchez: “Me acercaba a ti sin saberlo. Antes de la medianoche, ya habría visitado tu más profunda ciudad y laberinto: encontraría en tu luz un hueco, un mar en el viento, un eco antes del ruido. Me hablarías, con la lengua fugaz de un tiempo roto, de las alas de la calle, de la vida de las piedras más allá de sus orillas”.