Gilles Deleuze —profundo lector de Spinoza—, considerado uno de los filósofos franceses más influyentes del siglo XX, afirmaba que existen dos tipos de pasiones, aquellas que aumentan la potencia para actuar y las que la disminuyen. El odio ocupa un lugar preponderante en estas últimas, despunta por su irracionalidad y estulticia, y desactiva toda posibilidad de acción política colectiva. A diferencia de pasiones como la indignación que potencia la capacidad para actuar colectivamente y enfrentar la opresión y la injusticia.

Un detonador del odio es sentirse despojado de algo. Por eso nadie escapa de esta pasión.

Ni el 1% de los ricos que acumulan el 82% de la riqueza global, que hoy se sienten amenazados por el ascenso de los progresismos, ni el 99% de los desposeídos que acusan a las élites del despojo sistemático de sus formas de vida.

En este repertorio de odios se agazapa una lógica perversa. Actores que otrora participaron de inhumanas dinámicas de despojo y violencia, se apropian de las exigencias de quienes reclaman sus derechos humanos y ciudadanos.

Disfrazándose de “justicieros”, introducen una guerra ideológica para desestructurar la fuerza de las luchas emancipatorias.

Mientras este selecto grupo continúa enriqueciéndose de manera obscena, aprovecha para lucrar con el escepticismo y la decepción de amplios sectores de la población ante los que se presenta como la mejor opción para gobernar frente al desastre que ellos mismos provocaron. Prometen “limpiar” la política y conducir la economía a buen término, al mismo tiempo que estigmatizan toda forma de organización del pueblo. Declaran que la solución a la pobreza la tiene la iniciativa privada y afirman que el poder del dinero es la única respuesta razonable a las adversidades que vivimos.

Alojar discursos de odio en la opinión pública constituye una práctica reiterada de estos grupos de poder para enfrentar y paralizar a la ciudadanía. La articulación de este mecanismo no es una cuestión menor. Implica estrategias complejas de comunicación instrumentadas desde un aparato mediático monopólico que controle de manera global y local la información que circula.

Hace más de cuatro décadas, un estudio desarrollado por la UNESCO advertía sobre el riesgo para la democracia que la comunicación estuviera concentrada en pocas manos. En 1980, los dueños de los medios de comunicación masiva ascendían a 500 personas en el mundo. Actualmente se reducen a 9. A este dato debemos añadir que el monopolio pertenece al poder financiero trasnacional imbricado con el poder militar global. No es fortuita la declaración de la OTAN cuando afirma que el siguiente paso para librar las guerras es incidir en el cerebro de las personas.

En este enmarcamiento, la dispersión orquestada de discursos polarizantes resulta crucial cuando se trata de “rectificar” la agenda política y la estrategia económica de un país. Así, la tarea de los profesionales del odio consiste en incidir sobre las pasiones de la gente para blandir el malestar social con engaños demagógicos y legitimar la continuidad de procesos de despojo y concentración de la riqueza.

Doctorada en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Posdoctorada por la Universidad de Yale

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