La Constitución ordena que cada año, en la apertura de las sesiones ordinarias del primer periodo del Congreso, el Presidente de la República rinda un informe “sobre el estado general que guarda la administración pública del país”. En esa perspectiva, lo elemental sería preguntarse cuál es la situación de la administración pública al cumplirse el primer tramo (nueve meses) del gobierno de Andrés Manuel López Obrador.

Diría, para empezar, que se registran notables desarreglos —aunque no todos perceptibles aún— provocados por un gobierno desbocado, carente de un diseño estratégico y que está convencido de que “gobernar no tiene ciencia”.

Entre los desarreglos sobresalen los que generarán la cancelación del NAICM y, en su lugar, la eventual puesta en marcha de un sistema aeroportuario tercermundista; la desaparición de instituciones como el Consejo Nacional de Promoción Turística, Pro México y el Instituto de los Emprendedores; el reacomodo caprichoso de recursos para costear proyectos “prioritarios” sin sustento técnico, financiero, ambiental (la refinería de Dos Bocas, el Tren Maya, políticas sociales de cuño clientelar); la supresión del Seguro Popular; la imposición de una austeridad draconiana que ha llevado al desabasto de medicinas y otros desfiguros...

En López Obrador, toda su estructura ideológica y su larga trayectoria como activista social lo llevan a romper con el status quo; no quiere construir a partir de lo que existe sino, por el contrario, derruir, exorcizar. Solo así, piensa, se podrán fundar las instituciones del nuevo tiempo mexicano; subraya en el discurso la separación del poder político del económico, pero solo en el discurso.

La violencia delincuencial, herencia maldita, luce aterradora: feminicidios, secuestros, extorsiones. Nada indica que la estrategia anunciada vaya a frenarla; menos aún la ingenuidad contenida en la frase: “abrazos, no balazos”. La Guardia Nacional se ha convertido en una Border Patrol cazamigrantes.

Si la clase política peñista se propuso saquear los recursos públicos, a ésta la caracteriza una fruición por repartir dinero público de donde lo haya y sin medir los costos.

Otros rasgos de este gobierno han sido: el maltrato y hostigamiento a los titulares de instituciones, ciertamente perfectibles, de nuestra precaria democracia (el INE, la CNDH, el INAI, la CRE); la intimidación a los medios y a los periodistas críticos, y una permanente descalificación a los organismos de la sociedad civil que, ante el desvanecimiento de los otros poderes, cumplen un papel relevante en la evaluación del desempeño público.

El estancamiento económico es producto de malas condiciones externas pero, sobre todo, de decisiones y políticas incoherentes que generan incertidumbre. No obstante, el presidente asegura que más importante que el crecimiento es el bienestar y que hoy millones de personas (adultos mayores, discapacitados, jóvenes desempleados) reciben recursos públicos para vivir mejor. Pero la sequía financiera y fiscal que generará el estancamiento económico anticipa una crisis de impactos inciertos.

Las buenas decisiones son pocas, pero con alto poder simbólico: la austeridad gubernamental; la cancelación de las pensiones para los expresidentes; la subasta de las flotas aérea y vehicular de la Presidencia… Pero muchas de ellas se han instrumentado de una manera torpe.

De poco le sirve al país un gobierno austero y honesto (concediendo que lo sea), pero que no entiende que sin crecimiento lo único que repartirá será pobreza. ¿Hacia dónde nos dirigimos con un presidente que concentra tanto poder, pero tiene tan escasas capacidades para gobernar y cuyo proyecto de país mira hacia el pasado, no al futuro?

El estado que guarda la administración pública es preocupante y puede tornarse crítico. Pero no lo ve así el presidente. Para él vivimos en un país “feliz, feliz, feliz”.

Presidente de GCI. @alfonsozarate

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