Andrés Manuel López Obrador insiste en no reconocer públicamente el triunfo de Joe Biden, presidente electo de Estados Unidos. Es un gesto de obstinación inusitada, y en López Obrador eso ya es decir. El presidente de México insiste en que actúa por prudencia, apegado al proceder formal de la elección estadounidense, que aún no ha sido certificada por las instancias finales. El argumento no se sostiene. Primero, porque la democracia estadounidense se ha regido por el conteo de votos en los estados y el reporte de la agencia de noticia AP de esos resultados desde hace más de siglo y medio. Nadie en Estados Unidos espera la certificación formal porque no es necesario esperarla: el conteo de los votos y el reporte riguroso de ese conteo ha sido siempre más que suficiente. La tradición no es casualidad: arraiga en la bien ganada confianza que existe en el proceso democrático estadounidense. Estudio tras estudio demuestra que en la historia moderna de ese país no hay evidencia alguna de una confabulación, de un fraude electoral masivo o concertado. El argumento de López Obrador para no reconocer el triunfo de Biden también colapsa cuando se le compara con otras oportunidades que el presidente mexicano ha tenido de celebrar el triunfo electoral de un candidato ganador en otro país. López Obrador no esperó, por ejemplo, la conclusión formal del proceso en Bolivia para aplaudir públicamente el triunfo de Evo Morales. La verdad detrás de la obstinación lopezobradorista es otra, mucho más cercana al temor frente a la figura de Trump y a una lamentable proyección psicológica desde el 2006 que a alguna consideración principista o de prudencia diplomática.

Es una pena, sobre todo porque Joe Biden puede resultar, para López Obrador, un aliado de verdad importante en función de algunas de las promesas de campaña que hiciera en su tiempo el presidente mexicano y que, por la razón que sea, aún no alcanzan su potencial. El ejemplo más sencillo es el compromiso de López Obrador de impulsar un ambicioso proyecto de desarrollo para el sur de México y, sobre todo, el llamado triángulo norte de Centroamérica.

López Obrador siempre ha dicho, con toda razón, que la relación entre México y Estados Unidos debe concentrarse en la colaboración para el desarrollo y después en lo demás. En campaña, gustaba de repetir que estaría dispuesto a ampliar la sociedad entre los dos países si la Casa Blanca compartía la apuesta común para impulsar la prosperidad, sobre todo en la zona del sur de México y sus países cercanos: Guatemala, El Salvador y Honduras. López Obrador incluso explicaba –de nuevo: con toda razón– que la prevención del fenómeno migratorio hacia Estados Unidos no debía concentrarse en la opresión de los migrantes sino en proveerles de un futuro moderadamente seguro y hasta promisorio que les permitiera permanecer en sus países antes que arriesgarlo todo en la marcha hacia el norte.

Todo esto es loable y correcto. También es exactamente lo contrario a lo que ha puesto en práctica Donald Trump desde el principio de su presidencia. Trump se ha negado siempre a tratar de resolver lo que el presidente de México identifica como el origen del fenómeno migratorio. A Trump nunca le ha interesado apoyar el desarrollo de Centroamérica.  No solo eso: durante su gobierno, en un intento por “castigar” a los centroamericanos por no hacer más para frenar la migración, recortó la de por sí magra ayuda de Estados Unidos a esos tres países que han generado, desde hace ya algunos años, una oleada de migrantes que buscan escapar de la violencia, la marginación y el desamparo en Centroamérica. En otras palabras, Trump no solo no ha colaborado con el meritorio proyecto de desarrollo de López Obrador; lo ha ignorado y, uno podría pensar, hasta lo ha boicoteado. En el camino ha obligado al gobierno de México a militarizar su frontera sur, reprimir migrantes y colaborar con programas inhumanos de retención de refugiados en la frontera norte. Es decir, Trump ha obligado a Andrés Manuel López Obrador a traicionarse a sí mismo.

Con Biden, al menos en materia de desarrollo en Centroamérica y migración, el rumbo sería distinto.

A diferencia de Trump, Biden parece comprometido con la necesidad de invertir seriamente en Centroamérica para mitigar la migración y construir una región más estable. Así lo ha dicho en su discurso de campaña. Es verdad que las promesas de campaña tienden a quedarse solo en eso. De ahí que valga la pena revisar la trayectoria de Biden. En el 2014, Biden fue pieza clave en la negociación que adjudicó 750 millones de dólares de apoyo diverso para la región. La intención del plan era idéntica a lo que el presidente de México siempre ha buscado: colaboración para el desarrollo y la prosperidad.

Por supuesto, es enteramente posible que el vínculo entre el nuevo gobierno estadounidense y el mexicano salga ileso del tremendo e innecesario desaire que la ha infligido López Obrador. De ser así, el proyecto para el desarrollo de Centroamérica podría ser una realidad. Sería una gran noticia. Tan grande, que el presidente de México haría bien en calcular con todo cuidado quién es realmente aliado de sus ideas y quién lo utiliza para otros propósitos.

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