En un local del Arasta Bazaar, un pequeño y céntrico mercado de Estambul,  Melhem, un hombretón sirio de al menos 1.85 metros, pero quien a sus 26 años aún conserva la cara de niño, nos muestra sus habilidades como comerciante. Ingresamos a su establecimiento sólo para guarecernos del frío y de la lluvia, pero él aprovecha la circunstancia: nos habla en español, nos acerca unas sillas para que nos sentemos, nos ofrece café turco y agua, y ya instalados saca de su chistera todo un arsenal de sorprendentes productos como si de un mago venido de Oriente se tratara. No habíamos reparado, pero la minúscula tienda, no más de 20 metros cuadrados, se encuentra tapizada con anaqueles rebosantes de colorida mercadería.

Entre el desfile de sales de alcanfor, aceites de rosas, afrodisiacos, frutos secos, así como de una gran variedad de especias (clavo, azafrán, curry, cardamomo; pimientas negra, rosa, blanca, verde…), le preguntamos donde aprendió a hablar español, entonces los ojos se le iluminan aún más, y nos comienza a hablar del Instituto Cervantes de Estambul, y de los cursos que está tomando ahí desde hace algunos meses. Empeñoso, al joven le cuesta trabajo pronunciar algunas palabras y en ocasiones se traba, pero insiste e insiste hasta que le salen mejor. Melhem, quien no es el dueño de la tienda sino sólo un empleado, es poliglota y sabe hablar árabe, turco, ruso, inglés, alemán y, ahora, español, su última adquisición lingüística.

Ajeno a nuestro pasmo, el mago venido de Oriente continúa con su demostración. Nos da a probar y a oler muestras de sus productos y pone en la tetera pequeñas porciones de té: los hay de rosas mosqueta, granada, menta, naranja, jazmín, manzana. El aroma y el sabor son muy intensos para ser vaciados en tazas, por esta razón los sirve en pequeños vasos de cristal.

La mejor parte de la tarde es cuando Melhem llega a la degustación de las turkish deligths (delicias turcas), los dulces que en Occidente hizo famosos C.S Lewis, autor de Las crónicas de Narnia.  En la obra citada, la bruja blanca encandila a uno de los personajes infantiles (Edmund Pevensie) y le ofrece delicias turcas a cambio de su alma. Por supuesto, el menor se la da con tal de seguir devorando estas exquisiteces.

Las turkish delights tienen una consistencia gelatinosa, como los malvaviscos, y una cubierta que puede ser de azúcar glas o de pétalos de rosa. El interior es transparente y puede estar aderezado con frutos como granada, pistache, almendras, piñón o nuez, entre otros.

Melhem agarra un cuchillo y corta el pedazo de una delicia con pistache, otra más con granada, una más con almendras y nos lo da a probar en pequeños platitos. Saboreamos lentamente el azúcar glas, los pétalos de rosa, le damos mordiscos a las almendras, a las granadas. Sentimos la textura malvavisco deshacerse  en la lengua. Qué deleite. Cerramos los ojos para disfrutar todavía más. Hay un equilibrio perfecto en las mixturas, en los contrastantes sabores. Es el ancestral arte culinario de la fusión a millones de kilómetros de distancia  de los dulces industrializados, de los colorantes y los saborizantes artificiales. En ese momento entendemos plenamente las razones que tuvo Edmund Pevensie para darle su alma a la bruja blanca.

Una tragedia a cuestas

Cuando le preguntamos sobre la situación de Siria, su país, en guerra civil desde hace más de siete años, el rostro de Melhem se ensombrece. Entonces, en el muchacho  de escasas e hirsutas barbas, lentes con monturas de los 80 y cara de niño la tragedia que tiene a cuestas sale a flote. El joven poliglota es uno los tres millones y medio de refugiados sirios que han huido de la guerra civil y viven en Turquía, 500 mil de ellos en Estambul. Se trata de una diáspora cuyo flujo cesó en Europa, no así en Turquía, donde el barrio de Fatih, en Estambul, ya es conocido como la pequeña Siria.

La incesante llegada de millones de refugiados a este país forma parte del trato que suscribió Ankara con la Unión Europea en plena crisis migratoria, en 2016: tres mil millones de euros para que Turquía haga el trabajo sucio, es decir, para que absorba y frene el arribo migrante hacia Occidente. Ha sido tal el “éxito” de esta estrategia que por estos días ya se negocia un nuevo trato por una cantidad similar. Erdogan ya se frota las manos, pues no se ve que el flujo vaya a disminuir ni en el corto ni en el mediano plazo, sobre todo porque no se prevé el pronto final de la guerra civil siria, la cual comenzó como una protesta contra el régimen represor de El Assad, pero que se ha eternizado debido a la intervención de las grandes potencias: Rusia e Irán, apoyando a un bando; EU y Arabia, al otro. En tanto, en este río revuelto, el Ejército Islámico y Turquía obteniendo ganancias.

Melhem se olvida por un momento de las delicias turcas y nos enseña las fotos de Qara, su pueblo natal donde antes de la guerra se dedicaba junto con su familia al cultivo de la cereza. Debido al conflicto civil que vive Siria no se pudo producir más ese fruto, por lo que el joven se refugió en Turquía hace ya tres años, dejando casa y familia.

“Quienes se quedaron la están pasando mal. La gente se ha gastado ya sus ahorros o ha vendido sus objetos de valor”, dice Melhem y en su móvil aparecen imágenes de la preguerra: gente feliz jugando en unas montañas nevadas.

Qara se encuentra en las cordilleras de Qalamoun, a unos 95 kilómetros al norte de Damasco. Antes de la guerra su población era de 23 mil personas. Había  cristianos, judíos y musulmanes y todos convivían en paz, señala. Sin embargo, cuando el joven sirio abandonó esa tierra no quedaban ni cinco mil habitantes.

Conforme hablamos de la guerra, Melhem ha perdido su aire bonachón y se queja. Reitera que es poliglota, bien educado, pero que en Turquía no ve mucho futuro. Su sueño es estudiar alguna carrera, pero ahora, dice, se tiene que conformar con ser el empleado de un local de productos turcos.

Le decimos, sin embargo, que pese a todo es un privilegiado. De entrada, tiene  trabajo, no el ideal pero tiene uno, a diferencia de la mayoría de los refugiados sirios que no tienen empleo y además viven en condiciones precarias en barrios marginales situados en las periferias de las urbes turcas, no en la pequeña Siria como el joven mago venido de Oriente.

Pero Melhem no se conforma. Voltea, nos mira con aires de esperanza y avienta la pregunta como si lanzara una botella al mar: ¿en México habrá trabajo para un poliglota?

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