Es mediodía en el parque de Sultanahmet y desde lo alto de uno de los seis minaretes de la Mezquita Azul, el almuecín comienza el llamado en árabe a la segunda oración del día: “Alá es el más grande… Alá es el más grande…”      De uno de los cuatro minaretes de la antigua mezquita de Hagia Sophia (Divina Sabiduría), ubicada a menos de 200 metros, otro almuecín le responde: “Declaro que no hay más Dios que Alá… Declaro que Muhammad es el enviado de Alá…” Entre ambos almuédanos comienza, entonces, un peloteo que se prolonga por más de ocho minutos y que sobrecoge lo mismo a creyentes que a ateos, como es el caso.

 

En el pasado, otros años, otras circunstancias, he estado en ciudades musulmanas (Tánger, Tetuán, Sarajevo, Mostar…) y escuchado el canto de los almuecines llamando a la oración las cinco veces al día que dicta el Islam (al alba, al mediodía, por la tarde, en la puesta del sol, antes de la media noche), pero nunca en “sonido estéreo”, nunca en medio de dos de las más grandes obras arquitectónicas no sólo de Turquía, sino del mundo: la Mezquita Azul y Hagia Sophia, los dos mayores iconos de Estambul.

 

Detengo mi andar, guardo silencio y aguzo mis sentidos ante esta intensa experiencia: “Venid al triunfo… no hay más Dios que Alá”, se despiden los almuecines tras esos 480 segundos de profunda letanía.

 

Reanudo la marcha y aún entre nubes me encamino hacia la Mezquita Azul, construida entre 1609 y 1617 en el lugar que ocupaba el Gran Palacio de Constantinopla. Obra de mármol y piedra revestida interiormente por miles de azulejos azules provenientes de la legendaria ciudad de İznik (fundada en el año 326 A.C), este templo impresiona desde cualquier ángulo que se le observe. Tiene 260 ventanas, su cúpula central alcanza 43 metros de altura. La también conocida como  mezquita del Sultán Ahmed (en turco, Sultan Ahmet Camii) tiene un aforo para diez mil fieles. Sus seis afilados minaretes, únicos en el mundo, 64 metros de altura.

 

Se cuenta que en sus afanes de que fuese la mezquita más imponente de su imperio --y de paso apaciguar a Alá tras las repetidas derrotas de sus ejércitos-- al sultán Ahmed I no le importó confrontarse con La Meca. Y es que cuando ordenó levantar los seis minaretes fue fustigado porque hasta entonces ese número de alminares sólo lo tenía la mezquita sagrada de La Meca. Ante las duras críticas y las presiones, el sultán no tuvo más remedio que aportar recursos para construir una séptima torre en el templo ubicado en la ciudad santa del Islam, y, de esta manera, cesar la ira que se había desatado. Por cierto, a Ahmed poco le duró le gusto, pues murió sólo seis meses después de la inauguración de la obra.

 

La joya de la corona

Aunque la Sultan Ahmet Camii es a Estambul lo que la Torre Effiel significa para París, la Gran Pirámide de Guiza a Egipto o la Plaza Roja a Moscú, la joya de la corona, sin embargo, es Hagia Sophia (Ayasofya, en turco) por varias razones. De entrada, impresiona el año de su construcción: más de diez siglos antes que la Mezquita Azul: 532-537, su cúpula diez metros más alta; además, por si fuera poco, de que sirvió de modelo para construir la primera.

 

Si las paredes de Hagia Sophia hablaran la de historias que contarían, diría el lugar común. En este caso la realidad podría ir acorde con el  cliché. Esta joya del arte bizantino representa el encuentro de varias culturas, pues sobrevivió a las conquistas y reconquistas que pasaron por Estambul. Mientras otros monumentos fueron destruidos por completo cuando llegaba al poder un nuevo imperio, la Divina Sabiduría hizo honor a su nombre y sólo se convirtió: pasó de basílica ortodoxa (a partir del año 532), a catedral católica (1204), de nuevo a basílica ortodoxa (1261), a mezquita musulmana (1453) y, desde principios del siglo XX, a museo. Esto con toda justicia, pues en su interior --sólo como ejemplo-- coexisten antiquísimas pinturas de ángeles cristianos que datan del siglo VI con enormes medallones musulmanes en honor de Alá y Mahoma del siglo XVI.

 

Sentarse frente a este monumento y ser consciente de que esa enorme cúpula lleva ahí 15 siglos es sentir toda  la fuerza de la historia. Ingresar a Hagia Sophia y ver a Cristo convivir sin problemas con Alá es lamentar el absurdo de un mundo dividido por el mismo Dios, y creer, así sea por unos minutos, que la convivencia entre los humanos puede ser posible.

 

La realidad se contrapone a los sueños, sin embargo. En medio del proceso de islamización de Turquía los fundamentalistas, encabezados por el presidente Recep Tayyip Erdogan (de nuevo, el villano favorito), no han ocultado sus pretensiones de que Hagia Sophia se convierta de nuevo en mezquita.

 

En la acera de enfrente los otros fundamentalistas ya respondieron. Bartolome I, patriarca de la iglesia ortodoxa, dijo que si "(Hagia Sophia) debe ser devuelta al culto, no puede ser más que al cristiano".

 

Es absurdo. Parece tratarse de una reedición de las “discusiones bizantinas” entre Constantinopla y Roma, muchas de las cuales se vivieron precisamente entre las paredes de Hagia Sophia y provocaron el gran cisma entre las iglesias cristianas de Oriente y Occidente en el siglo XI, ancestral conflicto que se resume en un solo afán: el poder terrenal.

 

“Los ignorantes andan crecidos”

Por si no bastara, a los fundamentalistas religiosos hay que agregar a los insensibles y a los cretinos. Hace tres semanas, sin rubor alguno una mujer catalana escribió en las redes sociales del Hagia Sophia Museum: “os advierto que el lugar no vale la pena. Es como una iglesia común, sin ningún atractivo. La verdad estoy muy arrepentida de haber tirado los 8 euros (40 liras turcas) que costó la entrada en un lugar tan aburrido. Piedras y más piedras. La iglesia de mi colonia es más divertida…”

 

Esta impresentable mujer, quien quizá esperaba un parque temático de Florida o un casino tipo Las Vegas, me recordó una anécdota contada por un profesor universitario en el diario El País, de Madrid, la de una joven que en un café, en España, intentaba disuadir de su idea de llevar a cabo un crucero por los fiordos noruegos a una de las amigas con las que compartía mesa.

 

“Ella, explicaba, ya había hecho tiempo atrás ese mismo crucero con su familia y había regresado decepcionada. El motivo de su decepción no podía ser más concluyente: ‘Visto uno, vistos todos’, sentenciaba a modo de resumen de su aburrida experiencia”.

 

Manuel Cruz, que así se llama el catedrático de la Universidad de Barcelona, concluye que “los ignorantes andan crecidos, alardeando de lo que consiguen sin saber apenas nada”. 

 
 

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