Con frecuencia funcionarios públicos encargados de la seguridad, de los tres ámbitos de gobierno del país, explican los delitos o daño a las personas con argumentos donde sugieren que la participación de las víctimas, sus condiciones o afectos las llevaron a sufrir tal agresión; piden de los ciudadanos colaboración más efectiva (denuncia, solidaridad) para que la autoridad cumpla con eficacia su labor.

El apoyo de la sociedad no debe ser usado para repartir la obligación que el artículo 21 de la Constitución federal impone al gobernante pues la seguridad pública es su exclusiva función; por ello, deslizar responsabilidad en los ciudadanos (por desconocimiento o imitación) es equívoco y el peor recurso para justificar deficiencias; por fortuna, la Criminología da cuenta de antecedentes y permite avizorar qué puede pasar.

En los años setenta, se abandonó la idea de que la pobreza y desigualdad social eran las principales causas de las conductas desviadas y el delito, como lo había asentado la criminología positiva.

Las diferentes tendencias de la criminología crítica cuestionaron la legitimidad y eficiencia del Estado inclinado a imponer el orden mediante el castigo por abuso de la legislación penal, pero a cambio de afectar las libertades; por eso, aparecen opciones a la prisión sobre la base de la justicia restaurativa, cuya pretensión era entregar a los protagonistas del conflicto la oportunidad de resolverlo antes de la intervención del Estado como tercero sancionador.

Ahí surgió la criminología administrativa, que visualiza al delito y su autor como factores de economía de mercado. A partir de la premisa de que el delito no se puede erradicar, sólo controlar, la seguridad es una administración gerencial basada en la aplicación de la ley con ciega preferencia por la tecnología como mecanismo de control (aparecen las cámaras de vigilancia, detectores de metales, sensores, exámenes antidoping, de polígrafo, etcétera).

La seguridad es vigilar, no proteger, y como un bien encomendado al Estado debe tener un manejo eficiente; por ende, causas y factores de la inseguridad deben someterse al máximo control, el mejor de todos: la prevención a cargo de la policía, que puede apoyarse en la participación social —por ejemplo— solicitando que el ciudadano atienda la protección de su casa y patrimonio. En este enfoque, el control de la delincuencia carece de contenido moral y político, aplicado por operadores con habilidades técnicas cuya única tarea es maximizar el bien (percepción de seguridad) y reducir los daños (delitos de alto impacto, tendencias delictivas, afectación frecuente a grupos vulnerables).

El legado de esta perspectiva es notorio en políticas públicas y el discurso de gobiernos, pero sus beneficios dependen de acciones reales de desarrollo humano y que sea vista como medio y no fin; sobre todo, de la capacidad de los responsables de operarlo, pues cuando ignoran que la seguridad es un derecho del ciudadano y que su deber es protegerlo, no controlarlo, es común que lleguen a tenerlo como el provocador del delito.

Estos funcionarios no saben que aun en la visión de la criminología administrativa, el ciudadano es el usuario y las ganancias políticas son los votos.

Es conveniente que se informen y corrijan sus arengas, sobre todo ahora que hay problemas nuevos (que no había en los años 70) y más complejos que trascienden las fronteras locales como la migración o están soterrados en el entramado social, como las adicciones y los diversos tipos de violencia, ante las cuales el recurso de echarle la culpa al ciudadano jamás va a funcionar.

Especialista en seguridad, ex procurador General de Justicia

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