AMLO genera reacciones encontradas. Casi todo lo que se escribe sobre él o es un elogio o una crítica feroz. Está salvando la patria o destruyéndola. Desde la óptica de un extranjero, sospecho que en realidad su gestión cae en medio de los dos, y depende mucho de las preferencias, valores y necesidades de quien lo analice.

Los resultados del primer año son magros. La economía no crece, el crimen sube, México desaparece del mapa geopolítico en foros internacionales y hay un creciente control central del aparato público, incluyendo algunas funciones que habían quedado más o menos al margen de la política partidista.

Pero Obrador sigue siendo popular entre la población, a pesar de estos resultados. Puede ser que está engañando a millones de mexicanos, quienes lo siguen como autómatas, pero lo dudo mucho. Por alguna razón una mayoría de mexicanos sigue confiando en el presidente.

Mucho tiene que ver con su estilo y forma de hacer política. Es un hombre sencillo en su trato con la gente, a quien le fascina la textura y el tejido de México. En las dos oportunidades que he tenido de conocerlo antes de ser electo presidente, siempre estuvo más a gusto hablando de pueblos y regiones en México y de la historia del país que de la política pública. Tiene un amor por México no sólo en su conjunto sino en los pueblos recónditos, las tradiciones y las historias locales.

Es quizás el presidente menos centralista en su visión personal de México, pero más centralista en sus acciones. Esto no es una coincidencia. México vivió una descentralización del poder constante desde los años 80, con un surgimiento de municipios y estados como nuevos ejes de política publica pero también de corruptelas y controles autoritarios.

López Obrador llegó como el presidente que más admira el poder local y al mismo tiempo desconfía de él, porque lo conoce de fondo, y por eso empieza a restringirlo, en pos de una centralización que puede distribuir los bienes públicos de una forma equitativa. Los delegados estatales, la centralización de programas sociales como Jóvenes Construyendo y Sembrando Vida, y su control sobre las instituciones encargadas de implementar la política pública son todos expresiones de este deseo de minar el poder de los mandamás locales.

Este enfoque conlleva riesgos importantes. En la historia mexicana, la descentralización del poder llevó al autoritarismo y corrupción, pero así también la centralización a finales del siglo XIX, con el Porfiriato, y en las últimas décadas del siglo XX, con el partido hegemónico.

Sospecho que muchos mexicanos están dispuestos a hacer un experimento con un nuevo presidente que promete un Estado más justo y efectivo, uno que tiene mayor control desde lo central pero con un presidente que conoce la textura y tejido del país como ningún otro. No sé si funcionará, y los resultados del primer año de gestión todavía no dan nada que festejar. Pero hay una gran expectativa de que López Obrador puede encontrar ese punto medio que nunca se ha encontrado, un Estado funcional, coherente, centralizado, que también reconoce las diferencias y particularidades locales del país, que distribuye beneficios a quien lo necesite y que genera acciones necesarias desde la capital, las cuales responden a las demandas de la sociedad. Están confiando en una centralización que viene con respeto a lo local y una democracia menos formalista y más funcional.

No sé si este experimento funcionará, pero hay que entender que hay mexicanos dispuestos a darle oportunidad a López Obrador a ver si encuentra la fórmula no encontrada, el justo medio, una democracia centralizada pero preocupada con lo local. Confieso tener mis propias dudas, pero en una democracia también hay que confiar que las mayorías quizás sepan algo y tengan sus razones para confiar.

Presidente del Instituto de Políticas Migratorias

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