Una democracia se construye cotidianamente con diálogos y acuerdos. Sin embargo, vivimos tiempos de mucha polarización y los pactos se han vuelto escasos. Las conferencias mañaneras de AMLO se han convertido en un espacio de reclamos y confrontaciones; momentos en donde predomina una actitud del presidente para fijar posiciones políticas, apoyar sus proyectos y, de paso, condenar a sus “adversarios”.

El pasado 23 de febrero, AMLO lanzó la convocatoria a los gobernadores del país para establecer un acuerdo por la democracia. Llama la atención la invitación porque las mañaneras suelen estar marcadas por un tono que antagoniza contra posiciones críticas. Por eso, la invitación es un hecho que no se da con frecuencia. México, como muchos otros países, está atrapado en un clima donde la polarización acapara a la opinión pública, tanto en medios como en redes sociales. Ese ambiente político se alimenta de muchas partes, pero destacan los actores que tienen más voz pública y un micrófono más potente. Sin duda, falta diálogo y sobra descalificación.

El acuerdo que propone AMLO está centrado en una agenda de siete puntos que forman un listado de prácticas ilegales: ‘no apoyar candidatos; no usar presupuesto público con fines electorales; denunciar dinero del crimen organizado y de la delincuencia de cuello blanco para financiar campañas; impedir compra de lealtades; no traficar con la pobreza; no solapar tramposos; no hacer acarreo’. Este listado me recordó viejos tiempos, cuando todavía la institucionalidad electoral era muy débil y estaba marcada por el predomino de un partido de Estado, que se fundía con el gobierno para derrotar a las oposiciones mediante votos buenos e ilegales.

La pregunta que surge es: ¿qué pasa con el INE y el Tribunal Electoral? Parece que AMLO los ignora olímpicamente. El sistema electoral lleva en construcción más de cuatro décadas, desde la reforma de 1977, en el intento por tener instituciones creíbles para que el voto se cuente bien y haya competencia con equidad. Si leemos la invitación presidencial parece que estamos en las mismas. No considero que sea así. Se han desarrollado capacidades institucionales para celebrar comicios democráticos, a pesar de que aún hay problemas que no se han resuelto, como la fiscalización del dinero.

Otro ángulo del acuerdo tiene que ver con las relaciones entre el centro y las regiones y, de forma particular, entre el presidente y los gobernadores. Vivimos un federalismo complicado con fuertes ajustes de austeridad en el gasto para estados. Hay varios tipos de interlocución en esta 4T, a partir de los colores partidistas o al margen de ellos: desde los aliados que comparten proyecto y discurso, pasando por los que llevan relaciones políticamente correctas porque no quieren problemas, hasta los que se han agrupado en un frente opositor y reclaman agendas diferentes a las que lleva AMLO.

Se puede considerar que la invitación es de buena voluntad y en función de un bien que beneficia a todos, como el apoyo de la clase política para fortalecer la democracia electoral. Sin embargo, resulta complicado separar la lucha por el poder en las urnas, del resto de la agenda que ha enfrentado a la 4T con otros partidos, proyectos y actores. Hay una frase que se puede aplicar para entender lo que necesita una democracia: sin pacto, no hay proyecto. Hasta la fecha AMLO ha sacado adelante la mayor parte de sus políticas y reformas, gracias a su poder presidencial y a contar con una coalición mayoritaria en el Congreso. La agenda legislativa ha tenido proyectos de consenso y otros que han salido mediante votaciones muy divididas. Este resultado se ha dado independientemente de los pocos e inútiles espacios de parlamento abierto que se han dado.

En suma, resulta extraño ignorar a las instituciones electorales. Hasta ayer 25 gobernadores habían aceptado el pacto. Ahora falta por establecer las líneas rojas que ninguna autoridad debe cruzar para tener unas elecciones limpias y equitativas. ¿Será posible?

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