La semana pasada, mi madre recibió en la Ciudad de México la segunda dosis de la vacuna contra el Covid-19. Todos en mi familia sentimos un profundo alivio: después de tantos meses de incertidumbre, es bueno saber que está protegida —no totalmente, pero sí en gran medida— contra una enfermedad grave. También alegra saber que su vida va a poder recuperar algo de normalidad y salir del encierro.

Sentimos también gratitud. En primerísimo lugar, hacia los equipos científicos que llegaron a las vacunas: todos esos hombres y mujeres que, en tiempo récord y con presión abrumadora, encontraron la fórmula para inmunizar en contra de esta terrible enfermedad se merecen un ensordecedor aplauso colectivo. Aquí aplica como nunca antes la más famosa cita de Winston Churchill: nunca tantos le debieron tanto a tan pocos.

Sumamos en el agradecimiento a todas las instituciones públicas y privadas que hicieron posible la transformación de un proyecto científico en un producto terminado. Las que pusieron financiamiento, capacidad de manufactura y talento para la logística. Las que revisaron los complejos expedientes científicos y autorizaron con celeridad el uso de emergencia de las vacunas. Las que vigilan cotidianamente la seguridad y eficacia de las sustancias, y contribuyen a mantener la confianza de la población en el proceso. Palmas para todas ellas.

También queremos darle las gracias a todas las personas que están en los centros de vacunación. Médicas, enfermeros, militares, policías, voluntarios: todos han hecho una labor encomiable. Poniéndose en riesgo de contagio, enfrentando enormes restricciones materiales, han logrado que el proceso más o menos fluya. Hasta ahora y hasta donde se puede observar, los problemas han sido más de organización que de trato, más atribuibles a los funcionarios de oficina que al personal que está en la primera trinchera.

Ya puestos en este camino, es necesario reconocer que, en el caso específico de la Ciudad de México, el proceso se ha vuelto más eficiente conforme han pasado las semanas. La experiencia de mi madre es ilustrativa de esa mejoría: recibir la primera dosis le tomó cuatro horas; recibir la segunda fue un asunto de 45 minutos. Es bueno que haya habido aprendizaje y rectificación en el gobierno de la ciudad.

Pero, con todo respeto, el agradecimiento no se lo extendemos al presidente de la república. O al canciller. O al subsecretario de salud. O a la jefa de gobierno. Y no por antipatía política o ideológica, sino por un principio básico: acceder a la vacuna es un derecho, no un privilegio. El gobierno no le hizo un favor a mi madre ni a ninguna otra persona que haya sido inmunizada hasta ahora: simplemente empezó a cumplir con una obligación mínima. En medio de la peor crisis sanitaria en un siglo, cuanto las muertes se cuentan ya en cientos de miles, no se debería de exigir menos.

Pero hay además aquí un elemento de solidaridad. Muchos sentimos alivio porque tenemos a un familiar vacunado, pero muchos más no tienen ese gusto. Hasta el sábado, 5.6 millones de adultos mayores no habían recibido ni siquiera la primera dosis de la vacuna. Ocho de cada diez personas mayores de 60 años no habían recibido las dos dosis. Solo una de cada 34 personas en el país contaba con esquema completo. Aún si uno pertenece o tiene a un familiar en ese grupo selecto, este es momento de exigencia, no de porras. Por simple responsabilidad ciudadana.

Celebremos entonces cuando alguno de nuestros seres queridos quede inmunizado, pero no olvidemos que la vacuna no es regalo, que es un derecho recibir protección, y que la mayoría sigue bajo amenaza.

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