Históricamente, la marca de identidad de las élites políticas en México la constituye el paternalismo con todo su contenido y significado autoritario. Tal condición social derivó en la construcción de una ciudadanía dependiente, sumisa y subordinada, resultado de un conjunto de principios republicanos más próximos a un discurso anticolonialista e independentista que a la edificación de instituciones representativas de la diversidad social en el gobierno encaminadas a la conducción del Estado.

La igualdad jurídica y el acceso universal a los derechos de todas las personas que formaban parte de la nación para crear gobiernos representativos y plurales, nunca ocupó el centro de la movilización independentista. La lucha democrática tomó tintes antiesclavistas y oligárquicos, pero jamás asumió un carácter de “ciudadanía”. Este proceso generó una estructura de exclusión social, económica y política, cuya práctica se convirtió en una parte sustantiva del republicanismo mexicano expresado en la estratificación social. El resultado de esta experiencia configuró la disociación entre democracia y ciudadanía.

Hoy, la igualdad ciudadana continúa sosteniéndose sobre la base del paternalismo y no en el derecho de ejercer la igualdad y libertad. Durante diferentes sexenios, independientemente del partido en el poder, las élites políticas han elaborado una ideología jurídica de la igualdad y una retórica democrática en la que resultan escindidas la propuesta política de la práctica de gobierno y los derechos sociales adscritos frente a sus contenidos adquiridos. Y, aunque la idea de libertad instaura uno de los principios ideológicos frente al sometimiento, la organización social y la estructura económica, mantienen excluida a la mayor parte de la población, reduciendo su participación política al acto de votar en periodos electorales. Este procedimiento muestra solo un ejemplo de la manera en que la política refuncionaliza modelos de reproducción social, donde las oligarquías continúan ocupando posiciones de poder y consolidando formas autoritarias que fragilizan a la democracia.

En nuestro país, el ejercicio de los derechos y participación ciudadana continúa siendo una cuenta pendiente. La tradición del paternalismo, expresada en diversas formas patrimonialistas instauradas para gobernar, desvirtúa los vínculos entre democracia y ciudadanía, derivando en una brutal corrupción, impunidad y exclusión social. El patrimonialismo socava a las instituciones y erige una ciudadanía dependiente, manipulable e incapaz de fortalecer un régimen democrático en el que se desarrolle un sistema de partidos en un campo abierto a la competencia y a la oferta de un gobierno de ciudadanos. Un resultado desalentador en este sentido, lo configura la élite política luchando por crear —o mantener— partidos políticos para seguir disfrutando de sus privilegios, antes que promover la pluralidad, participación y cultura política de la ciudadanía.

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