Complejo y traumático es el momento por el que atraviesa la novel democracia mexicana. A los retos de transformar un país con una notable desigualdad, una pobreza galopante y una ausencia de infraestructura para apuntalar el crecimiento y el progreso, tenemos que sumar el profundo desgaste, deterioro y descalificación que padecen las instituciones nacionales.

Paradójico y contradictorio, ahora resulta que después de tantos esfuerzos, el sistema democrático es tan o más corrupto e inoperante que su antecedente. Desde la transición democrática, incapaz de sancionar, el Sistema transita en el tiempo sumando trofeos que encubran a la corrupción y la impunidad, como los pilares de la política mexicana.

Con la llegada de la consolidación democrática, la alternancia se caracterizó por la ausencia absoluta de mecanismos, legales o legítimos, para exigirle cuentas a nuestros gobernantes, los ejemplos de los excesos, las locuras y los sinsentidos, parecen por su cotidianidad, volverse norma, en un sistema en donde la pluralidad política encontró la manera de acomodarse usando al cambio para que todo se transformara pero todo siguiera igual.

La paciencia social tiene límites, por ello la inercia del sistema se ha vuelto la razón prioritaria de su autodestrucción, la complacencia y la tolerancia, entendidas como instrumentos de estabilidad, acabaron por minar la confianza de la sociedad en su clase política; la gente pasó de la descalificación y la sorna, al rechazo y de éste, al rencor y el odio, hoy la inmensa mayoría de la gente no cree en nada ni en nadie.

Ante esta realidad, solo nos queda un camino, el de un auténtico cambio, que nos cimbre desde las raíces, que nos permita refundar el pacto social que hoy, se encuentra vapuleado por un profundo distanciamiento entre quienes ejercen el gobierno y a quienes se debe servir,

México necesita rebasar los elocuentes discursos de sus políticos y encontrar en los hechos, las razones suficientes para recuperar la confianza en nuestras Instituciones. El combate frontal a la corrupción, y todo lo que esta representa, es simplemente volver prioritario un profundo reclamo social que no puede permitir que los políticos sigan procurando esta perversa concepción patrimonialista del poder público.

Lo menos importante es quién gana o quién pierde en su imagen pública, pues la corrupción no respeta edad, condición social o religión, mucho menos filiación partidista, si no hacemos algo que verdaderamente dé resultados, lo menos relevante será quién gobierne mañana, muy poco podrá hacer encabezando los esfuerzos de una sociedad fastidiada y desesperanzada.

Nos urge establecer mecanismos para llamar a cuentas a los corruptos, sobre todo aquellos que se encuentren en el ejercicio de los cargos públicos, debemos establecer sanciones mucho más severas para castigar a aquellos que hubieran defraudado la confianza de la sociedad, debemos poner al frente de los organismos que combaten la corrupción a ciudadanos ajenos a la lógica y los intereses del poder político para que puedan castigar sin vacilaciones sus excesos, debemos cambiar el México de hoy para construir un sistema que reconozca y premie la honestidad y la corresponsabilidad.

Si el sistema actual fracasa en este intento, entonces el cambio será traumático, tortuoso y posiblemente se geste a partir de conflictos violentos, es ahora o nunca.

Líder de la fracción parlamentaria del PRI en el Congreso local

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