Pandemia y (mal) gobierno

El gobierno quisiera que la evaluación de su desempeño ante la pandemia se centrara en que hasta ahora el sistema hospitalario no ha sido rebasado. Asumir como criterio clave de evaluación la suficiencia de camas y ventiladores puede ser engañoso y es notoriamente insuficiente, habría que incluir otras variables, entre ellas, las perturbaciones que ha impuesto la pedagogía del poder.

Recordar, por ejemplo, que en las primeras semanas de la pandemia el presidente llamaba a la gente a desestimar la amenaza, la invitaba a salir a comer a los restaurantes y abrazarse; estos mensajes generaron un retraso en la estrategia de contención epidemiológica que pudo evitar muchos contagios y muertes, por no hablar del presidente poniendo el mal ejemplo: resistiéndose al confinamiento y al uso del cubrebocas.

Otra variable ineludible es el número de muertos, que en las cifras oficiales ya rebasa los 45 mil, aunque son muchos más. Quizás las camas han sido suficientes hasta ahora porque muchos de los enfermos fallecieron en sus casas o no alcanzaron a llegar a un hospital.

Frente a las denuncias del personal médico y de pacientes por la falta o insuficiencia de equipo y medicinas, el gobierno responde negándolo, pero lo contradice el número de médicos, enfermeros y personal de hospitales que ha fallecido por el Covid-19, notoriamente superior al de otras naciones.

La evaluación debe incluir también la presencia o la ausencia del Estado en capítulos de crucial importancia, como por ejemplo, en su necedad de rechazar las medidas adoptadas por otros gobiernos en países de nivel de desarrollo similar al nuestro, como el salario solidario o el ingreso mínimo vital.

Y habría que incluir en la evaluación una narrativa gubernamental que, negando la realidad, repite una y otra vez que “ya aplanamos la curva”; su resistencia a la aplicación masiva de pruebas, así como el sinsentido de disponer la reapertura de la economía en pleno “pico” de la pandemia.

Y habría que incorporar otros indicadores, por ejemplo, los impactos socioeconómicos evitables: cerca de diez millones de mexicanos que formaban parte de las clases medias y hoy engrosan las clases pobres y cuyo ingreso no alcanza para adquirir la canasta alimentaria.

Y el desgaste del doctor Hugo López-Gatell, su tránsito de científico a militante (el ridículo de hablar de la fuerza moral, no de contagio del presidente) y la difusión de una estadística de contagios y muertos manipulada, desmentida por las instituciones científicas.

Estamos ante un gobierno que no ha sido capaz de reconocer su propia responsabilidad y es muy hábil en el reparto de las culpas; siempre los responsables son “los otros”: 1) la mala cultura alimenticia de los mexicanos; 2) los hospitales que dejaron inconclusos las administraciones previas; 3) las decisiones equivocadas de los gobernadores; 4) la irresponsabilidad de los ciudadanos. En parte tienen razón, pero cómo no asumir un poco de autocrítica.

Lo que ha imperado en el manejo de la pandemia ha sido la imprevisión, la improvisación y el voluntarismo. Ciertamente la crisis sanitaria no ha desbordado al sistema hospitalario, pero ya desbordó todos los cálculos gubernamentales sobre la letalidad de la pandemia y la profundidad de la crisis económica (la caída del PIB será mayor a 10 puntos), sobre el cierre definitivo de cientos de miles de negocios y la severidad del desempleo.

Los intentos presidenciales de desviar la atención sobre la pandemia con diversos distractores: sus ataques a los conservadores, el Bloque Opositor Amplio (BOA), la repatriación de Emilio Lozoya o la rifa del avión presidencial, solo funcionan temporalmente, y otra vez regresa a la atención de la sociedad la pandemia que sigue cobrando vidas y lastimando la de por sí precaria condición de la mayoría de los mexicanos y ante este desafío mayúsculo la sociedad solo encuentra a un gobierno que recurre al autoengaño, de reacciones retardadas y una notable ineptitud.

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