Leonardo Nierman, genial artista que ha sido músico, pintor y escultor, deleita a sus amigos cuando en medio de la charla, a propósito de lo que estamos comiendo, dice: “¿Y el panadero? ¿Por qué no se menciona al panadero en el Génesis?” Alguien pregunta de qué habla, y Leonardo contesta: “Dios le dijo a Adán que en adelante ganaría el pan con el sudor de su frente, es decir que ya había pan, pero en la Biblia no se menciona el nombre del panadero”.

Mi talentoso amigo tiene toda la razón: somos un pueblo amante del pan, desde el principio de los tiempos, y no se da suficiente crédito al panadero. Las culturas occidentales gozan este alimento hecho de harina y agua, sometido a cocción en hornos y enriquecido con mantequilla o aceites, azúcar, nueces, frutas secas, especias y hierbas. Viene de cereales diversos. La masa cruda se somete a la acción de productos químicos o levaduras, como los microorganismos de la masa de días anteriores.

El pan, con su belleza, su costra dorada, el sonido crujiente al partirlo y su riqueza de sabores, es una presencia constante en las mesas de millones.

Los cristianos rezamos una oración dirigida al Padre, donde le pedimos: “Danos hoy nuestro pan de cada día”. Formamos nuestro criterio leyendo el Nuevo Testamento, escrito por los cuatro evangelistas canónicos: Mateo, Marcos, Lucas y Juan, que describen, cada cual a su modo, el milagro de la multiplicación de panes y peces, en que Jesús dio de comer a cinco mil hombres con cinco panes y dos pescados. 
Juan además cita a Jesús cuando dice: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre”.

Este tema, en el cristianismo, es inagotable. Volvamos a asuntos terrenales. Dicen los historiadores que el primer pan no fue de trigo sino de cebada. El ser humano se percató hace milenios de que los cereales, por su complejidad, no pueden ser digeridos en forma natural por nuestro cuerpo. Primero se encontró que era necesario hacerlos pasar por la molienda, después los hidrataron con agua o leche, hasta llegar a cocinarlos. La Cueva de los Fogones, en Sudáfrica, fue escenario en la Edad del Fuego de esta preparación primigenia, hace medio millón de años.

La etimología nos dice que la palabra “compañero” viene del latín y se deriva de “comedere” que significa “comer” y “panis” que significa “pan”. Es decir, “comer del mismo pan”. Eso hacemos los miembros de una familia, la primera compañía que tiene uno en la vida.

Más adelante, formamos parte de diferentes grupos, incluyendo las empresas con fines de lucro que llamamos compañías. En el mejor de los casos, estas organizaciones mercantiles dan de comer a cientos de empleados y sus familias, es decir, a miles de personas que comen del mismo pan.

Mi suegro fue un hombre de gran probidad. Su autoridad moral era tal que sus vecinos le consultaban en asuntos importantes. Los padres de una chica que trabajaba para una familia adinerada le preguntaron si sería conveniente darle permiso a ella para ir con sus patrones a Europa, en un viaje de meses. Don Rafael les recomendó dejarla ir. Cuando la muchacha regresó, mi suegro le preguntó: “¿Qué te gustó más de aquellos países?”. Ella contestó con una enorme sonrisa que iluminaba su rostro: “El pan, señor”.

En la novela El último tango de Salvador Allende, el autor Roberto Ampuero da voz a un panadero, íntimo amigo del presidente chileno, que acompaña al socialista apoyando en tareas sencillas pero fundamentales en La Moneda, en los últimos días de su mandato, hasta llegar el fatídico 11 de septiembre de 1973. Rufino, representante de la clase trabajadora, escribe: “No hay nada más grato y sosegado que hacer pan. Si tienes pan fresco en tu mesa todos los días, el mundo es otro”.

Más adelante aclara: “No tengo motivos para quejarme. Bueno, hasta el año pasado, cuando desapareció la harina y surgió el mercado negro. Mi negocio zozobra ahora. No puedo pagar la harina al precio que exigen los especuladores porque en mi barrio no puedo cobrar el pan al precio que saldría. Nadie lo pagaría. Me apedrearían. Si la harina sigue escaseando, tendré que cerrar y buscar otros horizontes”.

En algunas crisis políticas, los países pueden llegar a pasar hambre. Los pueblos son capaces de tolerar muchas carencias. Decenas de naciones tienen terribles niveles de desarrollo y muchos de sus pobladores viven en la ignorancia, sin conocimientos científicos o humanísticos. De hecho, en los países con desarrollo, un porcentaje significativo, teniendo medios a su alcance, desdeña el estudio. Pero la comida es indispensable y su ausencia ha sido un poderoso detonador para la guerra.

Que no haya más guerras causadas por el hambre, es todo lo que pido al Creador a través de estas líneas.

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