Hazaña de desinformación. Entre las bajas —conocidas y por conocer— del descalabro de Culiacán, destaca la autoinfligida por el modelo de comunicación de campaña (negra) instalado en Palacio Nacional, justo en el sitio correspondiente a una comunicación responsable de gobierno. En efecto, no genera condiciones para una comunicación propiamente gubernamental ni deja margen para una adecuada gestión de crisis la sobreproducción presidencial de cortinas de humo distractoras de los problemas, que así se agravan. Tampoco sirve el desparpajo del presidente para enmarcar en su causa incluso los datos más adversos. Ni el uso de los recursos de la comunicación gubernamental para el descrédito y la intimidación de críticos, opositores e incluso profesionales de la información cuando se atreven a ejercer su derecho a preguntar y rompen por la mañana el cerco protector de paleros del presidente.

Esta distracción de los recursos comunicativos del gobierno ha dejado inerme a la presidencia de López Obrador, a merced del remolino informativo de la crisis de violencia sufrida por el país en estas semanas. De la parálisis y el enmudecimiento, el gabinete pasó, en la caída de Culiacán, a eludir la gravedad de los hechos y a incurrir en sintomáticas contradicciones. A su vez, el presidente persistió en una narrativa de negación, seguida de la autojustificación del desastre, pasando luego a la autoexaltación de su aval a la entrega del ya célebre Ovidio a su banda criminal. Ahora se empeña el presidente en culminar su particular gestión de crisis con la agresión a quienes relatan y cuestionan la dramática pérdida de la plaza a manos de una fuerza irregular (en que se convirtió una banda criminal) mejor armada y mejor organizada que las fuerzas regulares del nuevo régimen (que no terminan de regularizarse).

Al lado de las fallas de campo sobre las que se ha abundado, se exhibió un sistema de comunicación gubernamental concentrado en su prioridad de acabar con competidores por el poder político y de abatir los frenos y contrapesos al Ejecutivo, pero incapaz de activar un mecanismo elemental de gestión comunicativa en situación de crisis. Y así, al caos urbano, al pánico de la población y al vacío del poder público vividos en la capital sinaloense —y observados con horror en la nación— correspondieron el caos de las comunicaciones institucionales, sus vacíos informativos y los palos de ciego de portavoces oficiales desconcertados que, en 24 horas, de acuerdo al conteo publicado por EL UNIVERSAL, habían improvisado seis versiones distintas de los hechos, en una hazaña de desinformación insuperable.

Atrofia comunicacional. En su obsesión por mantener un indisputado control monopólico, personalísimo, de la definición de la conversación pública, a través de su presencia abrumadora en medios y redes desde el amanecer, el presidente sólo permite, en general, la exposición en medios de sus colaboradores si es en su presencia, con su guion y bajo su supervisión. Ello ha atrofiado las funciones informativas de las instituciones y bloqueado el desarrollo de capacidades de concertación interinstitucional, indispensables para instrumentar un plan de comunicación de crisis. Con funcionarios con la vista congelada en el jefe, ni pensar, como se vio en estos días, en un trabajo coordinado horizontalmente, en un comité interinstitucional de crisis, para acordar un vocero y un mensaje únicos en cada fase del evento, con disciplina antiespeculativa, es decir, todo lo que no ocurrió el jueves negro de Culiacán.

Reto. Por cierto, los manuales de crisis contemplan el reto —ineludible en democracia— de críticos y opositores siempre prestos a explotar fallas en el manejo de las contingencias. Todos prescriben evitar las fallas, no descalificar a la crítica.

Profesor Derecho de la Información, UNAM

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