Lo que sucedió este fin de semana en la Ciudad de México fue lamentable. Dos grupos de manifestantes se enfrentaron a las afueras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Unos defendían al máximo tribunal, otros lo criticaban, insultando y mancillando a sus integrantes. Pero todo ello se hubiera evitado, si la Corte no hubiera sido introducida a debates políticos por el oficialismo.

La postura que ha mantenido la actual administración hacía la Corte ha ido  desde ejercer presión sistemática sobre ciertos temas, arrinconando al alto tribunal para que los asuntos salgan a modo, hasta la descalificación directa en contra de sus integrantes y su actual presidenta: Norma Piña.

El presidente de la república ha dicho que la Corte “está podrida” y que sus ministros responden a intereses parciales del viejo régimen, lo que ha encendido, obviamente, el debate público.  Sin embargo, lo que en realidad le molesta al Ejecutivo federal es que no pueda controlar a la Corte, como lo intentó hacer con el INE. La justificación es la misma: corrupción y abuso de privilegios. No obstante,   lo que ha generado es un encono social y un desgaste innecesario hacia las instituciones.

Para empezar, la Corte no debería estar sujeta a debates políticos, pues su función es operativa, institucional. La separación del Poder Judicial de la política es fundamental para preservar el estado de derecho.

Ello no es nuevo. El origen del debate se remonta a mediados del siglo XIX, con la conocida discusión entre los ministros José María Iglesias e Ignacio L. Vallarta, en lo que se denominó “la incompetencia de origen” y que dio paso, más adelante a crear el Tribunal Electoral, bajo el argumento que el juicio de amparo no debe proceder para temas político-electorales. Otro antecedente importante fue el debate sostenido entre Hans Kelsen y Carl Schmitt y que tuvo por consecuencia un retraso en el desarrollo de la justicia constitucional en Europa; principalmente, porque el segundo defendió la tesis de que el Poder Judicial debía, siempre, responder a la ideología predominante del gobierno.

Ahora, lo que propone el oficialismo es una reforma al Poder Judicial, para que sus integrantes sean elegidos vía voto popular y directo. Lo que, por supuesto es una cortina de humo, pues lo que en el fondo se pretende es sustituir a los   ministros por otros que sí actúen a modo.

Y aunque la postura que se propone parece, a primera vista, una buena idea, corre el riesgo de perturbar la imparcialidad de la función judicial, pues un ministro, juez o magistrado que sea designado vía voto popular, estará más preocupado por satisfacer sus aspiraciones políticas que por cumplir debidamente con sus funciones. Asimismo, llevar a los jueces a las urnas, implicaría orillarlos a hacer campaña, lo que conlleva la necesidad de buscar financiamiento y el apoyo de particulares para ese objetivo, eso nos lleva a preguntarnos ¿qué postura tendrían esos jueces frente a sus patrocinadores? ¿serían totalmente imparciales?

Sin duda, el mecanismo de selección de los integrantes del Poder Judicial debe revisarse y perfeccionarse para garantizar su imparcialidad y objetividad, pero tampoco ello nos puede llevar a plantear o defender posturas radicales que, al final, desemboquen en la confrontación y el desorden. Hay que tener mucho cuidado.

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