Con una tenacidad sospechosa, y mientras echa toda la carne al asador para intentar levantar la campaña de José Antonio Meade, la nomenklatura ha ido moviendo piezas que, imaginan, serán claves para protegerse ante el riesgo de que se concrete un escenario catastrófico: el triunfo de López Obrador o de Ricardo Anaya. En esa dirección va la aprobación de un esperpento de Ley Chayote, la designación de nuevos comisionados en el INAI y hasta la idea de suprimir el fuero para poder vulnerar a quien ocupe la Presidencia de la República.

La embestida contra los dos principales adversarios va más allá de lo que sería pertinente y democrático (una fuerte campaña de “contraste”), y muestra una rudeza que replica la de 2006, aunque extrañamente esta vez el más golpeado no sea López Obrador sino Anaya, a quien buscan sacar de la competencia bajo el supuesto de que al descarrilarlo subirán los bonos de Meade.

La decisión de meter en la contienda a la PGR, hurgando con un apresuramiento oscuro los presuntos ilícitos de Anaya, mientras ocultan los sobornos de Odebrecht o las desviaciones de recursos públicos de la Estafa Maestra, ha implicado reemplazar las más elementales formas de civilidad por un golpeteo inmisericorde.

La respuesta del Joven Maravilla ha sido endurecer su discurso e ir más allá que el propio Andrés Manuel, dejar los eufemismos y señalar a Enrique Peña Nieto como cabeza de un gobierno deshonesto y de pobres resultados, y denunciar que, según datos de Transparencia Internacional, México se ubica en el número uno de sobornos en América Latina.

El problema de este clima de encrespamiento es que hará más trabajoso un eventual arreglo entre el PRI y el PAN para cerrarle el paso a López Obrador, aunque los poderes fácticos ya se estén moviendo y siempre quede la opción de que el mero día de la jornada, ante lo que parezca irremediable, los gobernadores priistas decidan operar “azul”, como lo hicieron en 2006.

La dura ofensiva del gobierno y el PRI contra sus adversarios permite imaginar que, sin importar que gane López Obrador o Anaya, la cofradía mexiquense y sus acompañantes se preparan para la hora aciaga; parecen convencidos de que, a partir del 1° de diciembre, no se irán dolidos pero serenos a sus casas o a refugiarse bajo el manto de gobernadores priistas, como ocurrió en el año 2000, sino que estarán sujetos a una persecución política, a investigaciones ministeriales y que, muchos de ellos, terminarán en la cárcel. Es solo una hipótesis, pero tiene asideros. Y, lo sabemos muy bien, el miedo suele ser mal consejero.

Si desde el inicio de esta administración se puso en marcha la restauración: una operación tendiente a capturar órganos “ciudadanizados” y otras instancias clave como el TEPJF, la Suprema Corte de Justicia de la Nación y el Banco de México, lo que está en curso es la Operación Blindaje.

La utilidad de disponer de personeros en esas instancias se ha hecho evidente en los años recientes y ha mostrado la fragilidad de nuestras instituciones democráticas. Contrariando su razón de ser, el INAI devino “tapadera” de operaciones irregulares; la postulación de quien lo presidía, Ximena Puente, como candidata del tricolor a una diputación plurinominal, solo vino a confirmar de qué lado estuvo siempre.

Algo similar ocurre en el INE, donde algunos consejeros fueron puestos allí para defender los intereses de sus patrocinadores. Y qué decir del Tribunal Electoral, que ha emitido sentencias deplorables, la más reciente: ordenar que Jaime Rodríguez Calderón, un sujeto irracional y tramposo, esté en la boleta para la elección presidencial.

Pero nadie sabe para quién trabaja. Los cálculos pueden fallarles, en primer lugar, por el comportamiento veleidoso de sus alfiles: hoy contigo, mañana contra ti, ¿no dice la voz popular que “el que paga manda”? En segundo lugar, porque el poder en México suele doblegar a las instituciones. Si no, que pregunten cuánto tiempo duró en Veracruz el fiscal general del estado, Luis Ángel Bravo Contreras, nombrado para nueve años (su gestión concluiría en 2024) con el propósito de cubrirle las espaldas a Javier Duarte; no resistió un apretón del gobernador panista Miguel Ángel Yunes.

Para la mala fortuna del grupo gobernante, no importa quién gane, pues tanto López Obrador como Anaya tendrán sus propias razones para emprender un ajuste de cuentas con los que se van. A lo que debe sumarse un agravante: hay sectores de la sociedad tan lastimados que exigirán castigos ejemplares, no más impunidad... y el blindaje resultará inservible.

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