Quizá uno de los pocos puntos en el que coinciden los obradoristas y los críticos de López Obrador, es que no estamos ante un gobierno más, sino ante un intento de cambio de régimen. No es un gobierno como otros, sino el intento de fundar un nuevo régimen político, económico y social, al margen de que dicha pretensión pueda resultar exitosa o no. Y en esa medida, los juicios y evaluaciones tienden a diferir de los que normalmente se hacen a un gobierno dentro del régimen vigente. En lo que no hay consenso es en el tipo de régimen que se pretende instaurar.

Los obradoristas insisten en que su proyecto se traducirá en un México renovado (casi una utopía, cuando se analizan bien las promesas de campaña de Amlo). Una revolución pacífica que transformará al país de fondo. No se trata de administrar un buen gobierno para generar algunas mejoras; eso sería sólo un mediocre reformismo. Se asume que para lograr tan elevadas metas se debe primero destruir las bases del Antiguo Régimen (“disculpe las molestias que le genera la obra”), para de ahí despegar hacia el nuevo México (supuesto propio de toda ideología revolucionaria). Así, lo que para los críticos podrían ser malas decisiones por sus resultados inmediatos, para los obradoristas reflejan una política de más largo alcance (“lo viejo no termina de irse, y lo nuevo no termina por llegar”). Por lo cual muchos obradoristas siguen esperanzados en que en los más adelante veremos la cosecha de beneficios y avances que por ahora no se perciben.

Los críticos del obradorismo ven igualmente la pretensión de un nuevo régimen, pero recelan de él, pues parece más un retorno al pasado que un salto al futuro idílico que promete. Y es que bajo la lógica revolucionaria que anima a la “4T”(por eso se autodenomina así), se exige concentrar el poder para realizar el cambio profundo (y neutralizar a quienes se oponen a él). La democracia se concibe de manera diferente, no como un sistema de equilibrios y contrapesos, sino como ejercicio directo del pueblo a través de su líder indiscutible. Desde luego los obradoristas, que reconocen la necesidad de dicha concentración de poder, la consideran como una con buenos propósitos a diferencia de las dictaduras que son “malas”.

En cambio, para los críticos y escépticos este cambio puede además llevar a una situación de deterioro económico y social, no por las metas planteadas sino por los métodos elegidos. Es típico del populismo (en la connotación latinoamericana) mejorar las condiciones de los sectores más pobres y excluidos pero a partir de políticas que terminan por deteriorar las finanzas públicas, con un saldo final negativo (y con más pobres que en el inicio). Estos experimentos de transformación radical no ofrecen garantías de que el Antiguo Régimen será sustituido por algo mejor. Suelen dejar un tiradero mayor que el que recibieron. Recordemos que muchos regímenes de este talante, que llegaron al poder por vía pacífica e incluso democrática, se presentaron también como genuinas revoluciones sociales. En tal caso están el fascismo italiano, el nazismo, la Nueva Argentina de Perón y desde luego la Revolución Bolivariana de Chávez (y también Echeverría habló de una nueva época).

Debido a esta visión (y este temor), las críticas al obradorismo no se limitan a cada decisión concreta, sino se centran en el proyecto integral, del que se desconfía a partir de diversos criterios (obviamente no compartidos por los obradoristas). De ahí que, en efecto, las críticas al obradorismo y su líder no sean del mismo tipo que las que suelen hacerse a un gobierno convencional. Se pueden reconocer algunos avances y logros concretos, pero se teme que el saldo de todo el experimento sea predominantemente negativo, como ha ocurrido en muchos casos históricos. Así, la disyuntiva electoral en 2021 se presenta como un impulso a una genuina transformación (para quién así lo ve), o el freno a un régimen populista y poco democrático que va tomando forma.

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