Los mexicanos viven en un océano de inseguridad y violencia.

En 2020, se habrían cometido 30 millones de delitos, según la más reciente Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de la Seguridad Pública (ENVIPE). Uno de cada tres hogares tiene a un integrante que ha sido víctima de algún delito en el último año.

A la par de esto, hay un problema de violencia estructural, sistémica y persistente. Van aproximadamente 90 mil víctimas de homicidio en los casi tres años de este sexenio, pero eso no es algo nuevo: entre 2007 y 2018, 275 mil personas fueron asesinadas. Y a eso hay que sumarle 150 mil en los 12 años previos. Y unos 190 mil entre 1982 y 1994.

Ese desastre tiene muchas causas. La pobreza y la desigualdad son uno de los motores de la inseguridad y la violencia, pero no son los únicos. Es necesario recordar que la inmensa mayoría de los pobres, marginados y excluidos no cometen delitos (y menos delitos violentos). Algunos de los estados más seguros del país se cuentan también entre los más pobres (p.e., Yucatán). Y algunos de los más prósperos (p.e., Guanajuato, Baja California) se ubican entre los más violentos.

La geografía también juega un rol. México está a las puertas del mayor mercado mundial de drogas ilícitas y armas legales. La vecindad con Estados Unidosfacilita el crecimiento de amplios mercados ilegales. Pero geografía no es destino. Turquía ha sido tradicionalmente el trampolín de la heroína afgana, en ruta hacia Europa. A pesar de ello, su tasa de homicidio es de 2.7 por 100 mil habitantes, diez veces menos que México.

Hay causas más próximas de nuestro desastre. Una es financiera: el presupuesto para todo —militares, policías, fiscalías, tribunales, prisiones, etc.— no pasa de 1.5% del PIB, menos de la mitad de lo que gastan en esos temas los países de la OCDE. Y mucho de lo que se gasta se va a fierros, a equipamiento vistoso, a cámaras y patrullas, no al personal, no a capacitación.

Pero como decían los clásicos de la política mexicana, si un problema es de dinero, no es problema: se resuelve con dinero. El Estado mexicano podría gastar uno o dos puntos más del PIB en seguridad y justicia sin quebrar las finanzas nacionales.

Pero, desgraciadamente, el problema no es solo de dinero.

No hay presupuesto que alcance para resolver por sí mismo las contrahechuras institucionales de nuestro sistema de seguridad y justicia. De estas, yo destaco dos. En primer lugar, tenemos un problema grave de distribución de competencias: en nuestro arreglo institucional, la seguridad pública es una función concurrente de los tres órdenes de gobierno. Pero no hay una distribución clara de los tramos de control. Eso genera incentivos para trasladar la responsabilidad a otros.

Por otra, vivimos con un déficit de rendición de cuentas. Nada obliga a las instituciones y los funcionarios a hacer los que les toca hacer. Como no está claro qué autoridad es responsable de qué parte del problema, los votantes no saben a quién castigar y a quién premiar.

Añádase que los mecanismos de fiscalización y control son muy frágiles. Las corporaciones que cuentan con unidades de asuntos internos medianamente funcionales se cuentan con los dedos de una mano. Las que cuentan con mecanismos de supervisión civil externa son aún más escasas. La supervisión legislativa sobre las policías, las fiscalías o las Fuerzas Armadas es estructuralmente débil. El control judicial es incipiente, en el mejor de los casos. En esas circunstancias, la negligencia, la corrupción y el abuso son la regla.

Entonces no hay que engañarse: el problema de la seguridad no es técnico ni operativo ni financiero. Es político.

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