Su naturaleza etérea, su ser flotante, hace que las nubes formadas por minúsculas gotas de agua (su diámetro va de 0.2 a 0.3 mm), sean elementos fundamentales para el equilibrio biológico de nuestro planeta. Flotan en la atmósfera porque el aire húmedo es menos denso que el aire seco. Para precipitar en forma de lluvia, deben aumentar de tamaño, hasta alcanzar por lo menos 1 milímetro de diámetro. Cuando la superficie de cada gota es acariciada por los rayos del Sol, dispersa y refleja todos los colores visibles que conforman la luz. De ahí la tonalidad blanca de las nubes menos densas.

Todas estas razones impulsaron a los creadores del complejo paradigma llamado “computación en la nube”, del que solo usamos la última palabra. Como las nubes del cielo, este complejo sistema de servicios informáticos puede almacenar nuestros archivos, que son como pequeñas gotas de agua que tenemos en reserva, para emplear después, cuando concitamos la lluvia de datos, fotografías, películas, música y combinaciones de todos ellos.

La nube informática es la biblioteca más grande del mundo y la usamos todo el tiempo, aunque parezca invisible. Sin embargo, tiene un sustento material: la infraestructura está basada en granjas de servidores, donde hay millones de discos que almacenan la información. En el momento en que usted decide bajar un archivo a su computadora para consultar un dato, es posible que una parte de la imagen o la gráfica venga de una granja ubicada en un país y otras cinco partes vengan de otros puntos de la Tierra.

La idea es ya vieja. En la década de 1960, J. C. R. Licklider, un informático estadounidense, tuvo la visión de una red de computadoras a nivel mundial, cuando la palabra computadora denotaba un aparato grande como un automóvil, que se encontraba en sótanos o cuartos refrigerados, aislado de oficinas y aulas. Su memoria total era equivalente a la de un teléfono celular de última generación.

Lejos del mundo cibernético, un escritor argentino que perdía gradualmente la visión escribió un cuento titulado El Aleph, publicado por vez primera en 1945, que tiene un epígrafe tomado de Hamlet, la tragedia de Shakespeare: “Oh, Dios, podría yo estar reducido a una cáscara de nuez y ser el rey de un espacio infinito”.
Borges describió así la esfera prodigiosa que su personaje llamó El Aleph: “El lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”. El protagonista tiene el privilegio de comprobarlo: “...vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala”.

Los queretanos nos sentimos orgullosos de esa mención del atardecer de nuestro terruño. En algunas tardes, las nubes adquieren tonalidades rojizas, lilas y doradas, sobre un cielo de color azul tornasolado, como algunas plumas de pavo real. El poeta de Buenos Aires no estuvo nunca aquí, pero sabía de su belleza.

Es probable que Borges haya hecho ese homenaje de letras a mi ciudad de cantera rosada atraído por el templo barroco de Santa Rosa de Viterbo. La mujer amada por el protagonista del cuento se llama Beatriz Viterbo. Quizá el autor escogió el nombre como un guiño a Beatriz Portinari, la dama florentina de Dante en La divina comedia.

Un dato lleva a otros en la intrincada red de redes. El Internet y sus ramas, unidos a las plataformas que nos ofrecen películas a la carta, que se presentan de manera espléndida en las pantallas de plasma, han hecho nuestra vida más fácil, más completa. La decisión de navegar en el ciberespacio de manera inteligente y de hacer llover en nuestra parcela está en nuestras manos.

Alrededor de 1940, el escritor uruguayo Alfredo Mario Ferreiro escribió este poema: “El viento está lavando las nubes. / Toma una nave negra, / la empapa en lluvia, / la retuerce en seguida, / la golpea contra el molino, / nos moja el campo, / y sale la nube blanca / de negra que era, / para ir a colgarse / en el hilo del horizonte, / a secarse”.

Este poema es del español Claudio Rodríguez (1934-1999), educado en Salamanca: “Si llegase a la nube pasajera / la tensión de mis ojos, ¿cómo iría su resplandor dejándome en la tierra? / ¿Cómo me dejaría oscurecido / si es clara su labor, y su materia / es casi luz, está al menos en lo alto? // ¿Y dónde están las nubes de otros días, / en qué cielo inmortal de primavera? / El blanco espacio en que estuvieron, ¿siente / aún su compañía y va con ella / creando un nuevo resplandor, lo mismo / que a media noche en la llanura queda / todo el impulso de la amanecida?”

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