Desde hace muchos años estoy obsesionada con entender por qué la sociedad mexicana es tan violenta y por qué esa violencia ha alcanzado grados de crueldad que parecían imposibles de imaginar hace poco tiempo.

Los comentarios de los lectores a mi artículo de la semana pasada me confirman las dos hipótesis de mi trabajo: una, que la violencia es en nuestra cultura el modo que tenemos de enfrentarnos a la vida y de relacionarnos con los demás, y dos, que esa violencia brota a la menor provocación o incluso sin provocación, generada por la manera como vive la mayoría: con poco dinero y poco espacio.

Respecto a lo primero, nuestro modo de enfrentar la vida y de relacionarnos con los demás, solo puedo decir esto: una cosa es que a los lectores no les guste mi artículo o no estén de acuerdo con lo que digo y otra es la extrema violencia verbal con que me atacaron. Y si esto sucede con un simple artículo en un periódico, que ni les va ni les viene ni les afecta para nada, me puedo imaginar lo que puede pasar en casos en que sí les afecte: un accidente de auto, un vecino ruidoso, una enfermedad, y, sobre todo, si sus esposas o hijos o empleados o compañeros de trabajo dicen o hacen algo que no les gusta.

Y respecto a lo segundo, nuestro modo de vivir, digo esto: somos 120 millones de personas distribuidas en unas 32 millones de unidades domésticas, es decir, un promedio de 4 personas por vivienda. Pero los promedios no dicen ni de qué tamaño es esa vivienda (hay desde mansiones hasta las de un solo cuarto) ni cuántas se salen del promedio, pues si bien 70% son de familias nucleares, es decir padres e hijos, no se dice cuántos son esos hijos ni si es un solo adulto el jefe de familia. El 30% restante se divide entre las viviendas de familias extendidas, es decir abuelos y otros parientes que viven en el mismo lugar y hogares unipersonales de los que hay unos tres millones, casi dos de ellos de adultos mayores. Para la mayoría pues, el espacio es realmente un problema.

Por lo que tiene que ver con el dinero, más de la mitad de la población vive al día de puestos callejeros, ambulantaje, taxis o trabajos a destajo como trabajadoras domésticas, albañiles o repartidores, y unos 17 millones viven de empleos que se van a perder con el cierre de negocios, transporte y actividades turísticas. Para la mayoría pues, el dinero es realmente un problema.

Lo anterior me permite concluir que la violencia de los lectores se debió a que puse el dedo en la llaga por lo que saben que va a suceder en los próximos días: la exacerbación de las broncas familiares por la falta de espacio y la escasez de dinero. Lo infiero porque en sus ataques suponen que vivo sola y que no tengo problemas económicos, y esos son sus dulces sueños, no algo que sepan.

Pero la violencia vino también porque puse el dedo en la llaga de lo que también saben que va a suceder en los próximos días: que las mujeres cargarán con el peso de la cuarentena, pues sus tareas tradicionales de cocinar, limpiar y cuidar, aumentarán muchísimo ya que no se saldrá de la casa, los niños no tendrán escuela y la familia estará junta 24/7 durante varias semanas.

Si en Estados Unidos los estudiosos están advirtiendo los riesgos por la soledad, aquí lo que tememos es a la falta de soledad. Si para ellos el riesgo es la depresión y hasta el suicidio, para nosotros el riesgo es la violencia. Por eso una lectora me escribió: “Es cierto que aquí estamos encerradas cocinando, lavando y manteniendo el ánimo de la prole”.

Mantener ese ánimo va a ser la parte más difícil durante las próximas semanas y quizá meses y es muy probable que no siempre se logre. Las personas lo saben, pero prefieren echarme pleito a mí por lo que escribo que reconocer ésta situación. La teoría del chivo expiatorio se cumple, pero eso no resuelve el problema y la realidad sigue allí terca y sobre todo, peligrosa.

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