Los mapas revolucionaron el pensamiento del hombre. Representaron, junto con los relojes, la tecnología intelectual decisiva para “traducir un fenómeno natural a una concepción artificial e intelectual de dicho fenómeno” (Carr, 2011). El periódico, nacido en el siglo XVI, con las primeras gacetillas alemanas, representó una tecnología intelectual para “traducir” la realidad social en un conjunto armónico de noticias que, a la vez, la condensaban y explicaban al lector lo que era importante de tener en cuenta.

La prensa resultó ser un mediador formidable, que fue configurando las mentes de las personas hasta convertirse en lo que Harold Innis llamó “un peligroso monopolio del conocimiento” (Briggs, Burke, 2002). Como todo monopolio, tuvo su auge (en el siglo XIX y mitad del XX) y luego, por la misma circunstancia, su caída estrepitosa (con la aparición de la televisión, a mediados del siglo pasado y con Internet, en lo que va del siglo actual).

Y, también como todo monopolio de la comunicación pública, creó en los lectores una forma privilegiada de percepción que, a la larga, se ha convertido en un mapa para mirar al mundo. Y tal mapa tuvo que encontrar derroteros diferentes, “nichos” donde aplicar su poderío. Los ha encontrado en la especialización, en la promoción de un modo de entender el mundo acorde a las necesidades de grupos específicos, peleando, palmo a palmo, por el lugar de la palabra impresa en la era de las imágenes.

Los fundamentos de la prensa, lejos de haber perdido importancia, la han recuperado. Partimos de un hecho necesario de ser reflexionado por todo aquel que se dedica al periodismo, en sus versiones en papel o digital: hoy más que nunca el modelo de investigación, reportaje, crónica, entrevista a fondo, artículo informado, editorial enjundioso y periodismo literario, por citar los géneros “clásicos” pueden impactar el mundo del lector acostumbrado a la venta de la banalidad y a los espacios minúsculos, cambiantes, escurridizos del dominio de la imagen.

No obstante eso, existen muchos medios impresos, locales, nacionales, mundiales, que se resisten a apostar por el contenido contra el mero impulso de vender información inventada, espectacular, tendenciosa, de amarrar navajas, tomando al lector como rehén de una circunstancia que ni le pertenece ni podría llegar a interesarle más allá de la enclenque condición del chismorreo. El mapa que heredaron para que los lectores pudieran adherirse a la lectura de su periódico fue un mapa cuyas claves perdieron en medio del comercialismo y la competencia. La creación de “universos paralelos” (el de la información y el real) ha acarreado una distancia enorme ante las nuevas generaciones, que beben de fuentes mucho más variadas en Internet que las que bebimos los nacidos en la primera oleada, es decir, en la época de la televisión.

La caída de cabeceras tan importantes como Newsweek es una llamada brutal de atención a estos viejos esperpentos que creen que con fabricar la nota van a seguir cobrando la cuota que los hace sobrevivir. Pronto tendrán que mirar al espejo de la profesión periodística. Y revirar, si quieren vivir, hacia la calidad. Como alguna vez en sus memorias lo dijo Kapuzsinsky: “Los cínicos no sirven para este oficio”. Y no sirven porque lo que el lector reclama ahora, es un trabajo serio de comunicación, bien hecho, bien escrito, con identidad y con respeto a su derecho fundamental a saber.

Periodista y Editor

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