“Lo que caracteriza esencialmente la vida del hombre es la coexistencia con los otros hombres, no sólo con sus 
contemporáneos, los que comparten
 la misma franja de vida, sino también y sobre todo con los que le precedieron
 y los que le sucederán. Son las 
sombras de los desaparecidos y de los que aún no  han nacido las que le acompañan, de forma invisible, a lo 
largo de toda su existencia”,
Dastur, Françoise. 

Es 28 de octubre y, por esta ocasión, me tomaré la licencia de no hablar de procesos de conquista ni acercamiento o aproximación con el espacio o la ciudad. Porque esta vez no puedo hablar de otra cosa que no sea de los muertos.

Nací un 1 de noviembre a las 12 de la noche, por minutos no alcancé al día 2. Pero tengo varios muertos cuyas sombras me acompañan a diario. 
Tuve una hermana, no sé con precisión de qué murió ni a qué edad. Guardé una sola imagen de ese momento; estamos en el pasillo de la casa y veo a la distancia llorar a mi madre, se acerca y me abraza para afianzarse a la vida, mi vida. Años después, una llamada telefónica me anunciaría la más grande ausencia de mi existencia. La noticia de la muerte de mi padre llegó un caluroso domingo de julio, a eso de las 12 del día. Transcurrió una semana hasta que recibimos el féretro con su cuerpo. Llegó a casa de madrugada y mis tíos literalmente lo desempaquetaron. A mis 15 años fue sumamente difícil asimilar esa pérdida. Se sumaría otra años después.

El miércoles santo de 2003 recibí otra llamada que, desde el momento en que descolgué el auricular, supe que mi hermano había muerto. Y no me equivoqué. Llegué al sitio donde desapareció, la noche había caído y los buzos ya no podían seguir buscando el cuerpo. Esa se convirtió en la noche más larga de mi vida. Necesitaba deshacerme de la incertidumbre, nunca había deseado tanto la llegada del amanecer. Después de horas, largas y espesas horas, finalmente dieron con él. Vi los rostros de los buzos emerger del agua con el cuerpo de mi hermano, rígido, pálido. Sólo un fino hilo de sangre se deslizaba sutilmente por su nariz y recorría su rostro. Lo examiné tantas veces como necesitó mi cerebro para comprobar que era él. Lo cubrieron con una sábana blanca que se fue impregnando del delicado hilo rojo que desprendía su cuerpo, como en un último intento de anunciar su presencia y su partida. Las imágenes en mi memoria se desdibujan en el tiempo, se confunden en el orden. Pero tuve que ser yo la que acompañó el cuerpo de mi hermano a la morgue, y mientras abrían su cuerpo, declaré y recibí sus pertenencias.

Pero en ambos casos tuve que tocar los cuerpos inertes de esas figuras que para mí simbolizaban protección, respeto, conocimiento, cariño, guía. Se desmaterializaban de a poco, frente a mis ojos; busqué la costura del cuerpo roto, busqué sus ojos, ahora hundidos. Una línea de pegamento mantenía sus labios cerrados, pero el maquillaje la hacía muy evidente. Sus manos no respondieron a mi tacto. Y el color moreno de su piel había desaparecido, ahora un tono turbio y espeso pigmentaba sus cuerpos. Ya no había sangre, ni latido. Se desmaterializaban de a poco, frente a mis ojos.

Los dos dejaron de respirar sumergidos en el agua. Sus venas estallaron tornando sus cuerpos azúl violáceo. Asfixia por inmersión, esa fue la causa de la muerte que aparece en sus actas de defunción.

Para mi cumpleños, por pastel elijo un pan de muerto. El perfume de las flores que me inundan son las de cempazúchitl. Cada año una calavera de azúcar lleva mi nombre. Y cada año hay que sustituirla; se va resquebrajando, opacando, borrando. Mi celebración se divide entre los tragos, los excesos y el olor a tierra y flores de un panteón. Mi relación con la vida depende de mis muertes. Después de todo, qué es la muerte sino el festejo de la vida.

Nací un 1 de noviembre, y en mi franja de vida, desde que mis muertos me acompañan, un día celebro la vida y al siguiente su muerte, que es mía también.

Twitter @CDomesticada
Piedad es artista visual con maestría en Diseño
 e Innovación en Espacios Públicos. Actualmente es profesor de cátedra en el Tec de Monterrey campus Querétaro.

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