Es una empresa compleja el tratar de entender al otro: verlo a los ojos, buscar el fondo de su mirada, adivinar las imágenes que llenan sus días. Valorar sus metas, ayudarle a conseguirlas. Hacer a un lado las piedras en su camino.

Cada persona es un mundo y sus días giran a la velocidad que le ofrecen sus capacidades y talentos. A veces, alguien tan cercano como un hijo no necesita nuestra ayuda, él puede solo; por lo menos, desea intentarlo.

Es duro saber que las órbitas en que se traslada pueden llevarlo muy lejos, que podríamos perder su presencia cercana, pero que él, o ella, han decidido transitar con su propio equipaje en la espalda. Tenemos que respetar sus decisiones y hacer lo posible porque no traigan consecuencias dañinas.

La relación entre seres humanos es delicada, y cuando se trata de la familia, la calle, el barrio, esta red se convierte en un laberinto: hay caminos cortos, zonas oscuras y callejones sin salida.

En las ciudades, miles de individuos se acercan en la acera, el banco o la tienda, cada uno con su propio mundo en la mente. Al verlos, sabemos muy poco de sus experiencias. Podremos observar su vestimenta, calcular su edad, suponer posiciones políticas. Pero esta lectura también puede estar equivocada.

Querétaro, donde vivo, se ha transformado con la presencia de extranjeros; en los espacios públicos conviven industriales coreanos o ejecutivos españoles. En los cafés, ellos están en su mesa, discutiendo asuntos de la tecnología más avanzada; definen estrategias para conseguir clientes en el metaverso y se comunican mediante aparatos del futuro. A unos metros, hay indígenas que venden artesanías; sus prendas tejidas a mano son una puerta al pasado. Los antropólogos traducen sus códigos y explican su visión del cosmos, la peculiar relación entre estas criaturas y el Creador. 
Alfonsina Storni fue una escritora argentina del siglo XX. Fue una mujer privilegiada: sus padres eran suizos y en ese país ella pasó su infancia. Fue maestra, actriz y dramaturga, vio sus obras en escena. Sin embargo, una sensibilidad acendrada le llevó a sentir como propios los males que aquejan a otros. Sus palabras están impregnadas de amargura.

Este poema dice: “Agrio está el mundo / inmaduro, / detenido; / sus bosques / florecen puntas de acero; / suben las viejas tumbas / a la superficie; / el agua de los mares / acuna / casas de espanto”.

Hay noticias que le conceden razón. Crímenes tan crueles que parecen irreales, como escenas de película. Ojalá que así fuera: que todas las tragedias estuvieran contenidas en libros, teatros y plataformas de streaming. No en los hogares. No en las escuelas.

El poeta Roberto Juarroz fue un estudioso del español, miembro numerario de la Academia Argentina de Letras; él propuso desbautizar el mundo: “El oficio de la palabra, / más allá de la pequeña miseria / y la pequeña ternura de designar esto o aquello, / es un acto de amor: crear presencia. / El oficio de la palabra / es la posibilidad / de que el mundo diga al mundo, / la posibilidad de que el mundo diga al hombre. / La palabra: ese cuerpo hacia todo. / La palabra: esos ojos abiertos”.

La única forma de hacer posible ese acto de amor es unir varios mundos, es decir personas, hasta formar con ellas un sistema iluminado por la luz del mismo sol.

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