-Peña… —el dios de los priístas le susurró al oído al Presidente Peña. —Despierta para dentro —le susurró. —Llevas cinco años dormido, despierta.

Y el Presidente Peña, que dormía tendido en la cama del dormitorio presidencial, giró los ojos totalmente para dentro y vio al dios sentado en el trono con el águila de oro en el espaldar: don Plutarco Elías Calles: moreno, cuadrado, con el bigote espeso.

—Qué forma de joderla, Peña —siguió don Plutarco. —Gobernamos un siglo y nos expulsaron del poder. 12 años después, nos llamaron otra vez para gobernar, y mira qué has logrado. Dos de cada tres mexicanos asocian al PRI con la mentira, el robo y el engaño, y dicen que votarían por cualquiera, con tal de que no sea del PRI.

—¿Qué hago pues, patrón? —respondió de hinojos Peña.

—Pues hacerle caso al pueblo, hijo. Poner de candidato del PRI a cualquiera que no sea del PRI.

Fue así como el Presidente Peña nombró candidato del PRI a Mr. Meade, un hombre con reputación de honesto, y con el atributo invaluable de no ser del PRI.

—La única condición que te pongo —le dijo el Presidente una vez que estuvieron frente a frente en los jardines presidenciales, —es que nunca hables o hagas algo en contra de mí o de mi partido.

Conmovido, Mr. Meade se llevó la diestra al corazón para decir:

—Lo juro.

En su primer mitin con las fuerzas vivas delPRI, Meade se puso en pie y caminó al podio extrañado del terremoto de aplausos y vivas de esa gente a la que jamás había visto en su vida.

—¡Tenemos líder! —gritaban. —¡Tenemos Meade!

—Hola priístas… —empezó Meade tímido al micrófono.

Y una porra estalló en las dos mil gargantas:

—¡Por el PRI! ¡Para el PRI! ¡Y lo que sobre, para Meade!

—Gracias —dijo otra vez al micrófono, abochornado por el cinismo de la plebe priísta, y una nube de confeti tricolor lo envolvió, se atragantó al ingerir tres confetis y no dijo más, solo tosió y levantó una mano, causando un cataclismo de aplausos de esos desconocidos.

Esa tarde, un famoso periodista declaró que tenía un intelecto formidable. Meade leyó la declaración perplejo. Ah caray, pensó. Y eso que no pude hablar.

A la mañana siguiente, en un noticiario, otro periodista le preguntó.

—¿Es connatural al PRI robar y mentir? Y de paso le preguntó: de ser Presidente, ¿investigaría el enriquecimiento ilícito de la élite priísta?

Meade estaba por contestar que por supuesto lo haría, porque él era un hombre decente y justo, y no era del PRI, pero se acordó de su promesa al Presidente y respondió en cambio:

—No sé de qué me hablas. El PRI nunca ha robado. Al contrario, todos le debemos mucho al PRI. En mis cálculos, como 5 millones de pesos por ciudadano.

Una semana después, lo visitó el Jefe de Transas del partido, un caballero de rostro picado por la viruela y bigote pintado de castaño, y le explicó que no había de qué preocuparse. El PRI había ya coptado al Instituto Electoral, al Tribunal Judicial Electoral, a la Procuraduría de Justicia de la Nación y había desplegado al ejército por las calles del país.

—Estamos listos para realizar un fraude en las urnas como jamás se ha visto en la historia.

Meade tragó saliva, recordó su promesa al Presidente y no dijo algo, solo asintió. Entonces el Jefe de Transas le entregó una lista de nombres de políticos enriquecidos misteriosamente.

—¿Son los que puedo enjuiciar, si soy Presidente? —preguntó Meade esperanzado.

—No compadre —le sonrió el senador. —Son tu gabinete. Necesito que los llames, a uno por uno, nada más para saludarlos.

—Yo sabía que eran malos —le murmuró esa noche, con la voz ronca, gastada por tantas llamadas de cortesía, Mr. Meade a Mrs. Meade, ambos bajo el edredón blanco de la cama matrimonial. —Pero son pésimos, mi amor. Y esto es lo más horrendo: yo soy su jefe ahora.

Su esposa lo tranquilizó:

—Duerme, José Antonio. Mañana será otro país. Perdón: otro día.

Meade cerró los párpados y para su sobresalto despertó en un sueño donde se apersonaba ante el dios de los priístas, don Plutarco, en el jardín presidencial. De pronto valiente, en un arranque de honestidad, Meade exclamaba:

—¡Al diablo, Plutarco! ¡Renuncio a ser candidato del PRI! La ambición me nubló el juicio, y ahora no puedo decir una sola verdad sin romper la promesa que les hice.

Don Plutarco soltó una risotada y lo palmeó en la espalda.

—No te asustes, hijo —le dijo, y ambos echaron a andar entre los árboles—. Así es este país. No hay un solo líder de ninguna esfera, la política o la intelectual o la empresarial, que no sea un engañador. La mera idea de que existiera alguien con un corazón generoso y justo, donde cupiera entera la Patria, se ha borrado en nuestra cultura, al grado de que solo en sueños alguien puede referirse a ello.

Pero Mr. Meade se alejó de don Plutarco, diciéndole:

—Prefiero no ser nadie a vivir como ustedes.

Y ya lejano por un camino de grava roja se volvió para rematar:

—Acá rompo mi promesa de lealtad al PRI. Desde mañana mis labios solo pronunciarán lo que me dicte la Verdad y la Justicia. Seré un líder que transforme al país en un país decente, o no seré un líder.

Pero cuando Mr. Meade despertó, del sueño apenas le quedaba un sabor ingrato en la boca. En el baño, ante el espejo del lavabo, mirándose a los ojos, quiso recordar más del sueño mientras hacía un buche de enjuague astringente.

Escupió en el lavabo. Abrió el grifo para que el chorro de agua se llevara los restos agrios de su boca.

Y estuvo listo para otro día de campaña.

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