Faltaban diez minutos para las 17 horas de aquel 8 de junio de 2001 cuando Alejandro Ramos, el productor de Palabra por Palabra —un programa de televisión por internet donde yo tenía un espacio los viernes por la noche— llegó apresurado hasta la cabina, y gritó fuera de control: “entras al aire en unos minutos y de tus invitados, ni sus luces; espero que tengas un plan B ya listo…” Sin esperar, un comentario o una respuesta, salió dando un portazo.

Con la adrenalina al tope, algo que frecuentemente ocurre en los programas en vivo con invitados, marqué por enésima vez los números celulares de los hermanos Cuarón (Alfonso y Carlos), quienes realizaban una gira por los medios debido al estreno comercial de Y tu mamá también. Sin embargo, también por incontable ocasión, todo lo que escuché fue una sobreactuada voz invitándome a dejar un mensaje en el buzón.

Por supuesto, tenía un plan B en la cabeza, pues sobre esa película había mucha tela de donde cortar: la controversia suscitada por la clasificación C (sólo para adultos) que la Secretaría de Gobernación le había otorgado; la propia historia con sus ingredientes trágicos y sexuales, y sus influencias muy José Agustín (tenía conmigo el guión editado por Trilce Ediciones, con todo y las tachaduras y enmendaduras de los Cuarón); el excelente playlist a cargo de Lynn Fainchtein, melómana ex colaboradora de la entrañable Rock 101, y quien ya había participado, un año antes, como asesora musical en Amores perros y luego lo haría en numerosas cintas como 21 gramos, Por la libre, Sin dejar huella, incluyendo, por supuesto, Roma.

Repasaba, pues, mi acordeón mental cuando mi celular comenzó a sonar. Era Alfonso, quien preocupado me decía que él y su hermano estaban en la entrada del edificio, pero que el guardia no los dejaba ingresar.

—¿Cómo?, respondí— Si tiene la orden explícita de que tiene que hacerlo… pásamelo, por favor.

—No quiere tomar el teléfono—, me dijo Alfonso totalmente desconcertado.

Desesperado, pues el elevador tardaba mucho, bajé rápidamente por las escaleras (estábamos en el cuarto piso de León Tolstoi 17, en la chilanga colonia Anzures) y confronté al guardia:

—¿Qué ocurre, oficial?— ¿Por qué no deja pasar a mis invitados?

—¿Son sus invitados, señor?

—Sí, son mis invitados… ¿algún problema?

—Le ofrezco una disculpa, señor…

Alfonso y Carlos, mientras tanto, se miraban el uno al otro. Estaban muy molestos. Pensé que de un momento a otro se darían la vuelta y dejarían botado el programa. Razones sobraban.

—Lo voy a reportar con sus superiores… No se vale que usted actúe de esa forma tan grosera y prepotente… ¿Sabe quiénes son estos señores?, pregunté al guardia, yo también muy enojado.

El policía auxiliar no atinó a decir palabra alguna. Sólo movió la cabeza en forma negativa.

—Estos señores son los mejores directores de cine del mundo. Van que vuelan para ganar un Oscar y sale usted con esas actitudes. Qué vergüenza—. Exageré en ese momento sin saber que en el caso de Alfonso tendría voz de profeta (aunque en Estados Unidos éste ya había dirigido Princesitas y Grandes esperanzas, la realidad es que aún estaba muy lejos de ser un director consagrado).

El oficial siguió metido en su mutismo, hizo cara de incredulidad y disimuladamente se quedó mirando la vestimenta de los hermanos Cuarón. En ese momento entendí lo que había ocurrido: el guardia no los había dejado pasar por su aspecto.

Para una mente tan estrecha no era posible que un par de sujetos totalmente despeinados, con barba de tres días,  pantalones de mezclilla rotos, uno, con una playera con la lengua de los Rolling Stones, y otro, con una prenda similar, pero con el logo de los Ramones, así como unos percudidos tenis Converse, fueran los invitados a un programa de televisión, y menos aún unos famosos directores de cine.

Eran, como ya dije, los albores del siglo XXI. Años en que los Cuarón, Gael, Diego, Alcázar y muchos más impusieron el desaliño como su sello particular. (En aquella época yo mismo usaba el cabello largo amarrado en una coleta y un discreto piercing en una oreja, lo que más de una vez me provocó problemas con los representantes de la intolerancia.)

***

La entrevista —que se realizó sin mayores contratiempos, pese a los vigilantes de estrecho criterio— marcó mi debut y despedida en la relación periodista-creador con los hermanos Cuarón. Poco después de Y tu mamá también, Alfonso ingresaría al selecto club de los directores y actores que se encuentran en esos lugares donde los mortales ya no tenemos cabida.

De entrada, el número telefónico personal que él mismo me proporcionó en 2001 jamás volvió a ser contestado. Se lo dije, años después, cuando coincidí con él en la premiere mexicana de Hellboy (2004), dirigida por su compadre Guillermo del Toro. En respuesta, esbozó una especie de sonrisa, se rascó la cabeza y,  amable, me prometió una conversación en torno a Harry Potter y los prisioneros de Azkaban. Sin embargo, en lugar de darme su nuevo número telefónico, Alfonso —tan lejos del desenfado que lo caracterizaba, y tan cerca de la corrección política— me canalizó en ese momento con la gerente de la agencia encargada de la gestión de sus entrevistas, así como con su representante artístico, quienes quedaron de llamarme. Nunca lo hicieron. Claro, Etcétera, la revista donde trabajaba en aquel tiempo, no era New York Times, El País o Televisa

De Carlos, ¿qué decir? Aunque después de Y tu mamá… no volvió a hacer nada digno de rescatar (como director se le conoce la muy mediana Rudo y cursi, de 2008), se autoinfló como globo hasta que reventó.

Él no cambió de número de celular, por lo menos hasta 2005 cuando le llamé para que me diera su top ten de películas mexicanas de todos los tiempos. Resulta que yo coordinaba un número especial sobre cine nacional para Etcétera y para aderezar los ensayos y las entrevistas me encontraba conformando la lista de las diez películas mexicanas favoritas de directores, guionistas, actores… Cuando llegó el turno de Carlos la respuesta fue de alguien que, sin motivo alguno, ya había perdido piso: “No mames, pinche pregunta tan pendeja… no tienes nada más importante qué hacer…” Luego de vomitar sus procacidades, Cuarón colgó de inmediato, sin que me diera tiempo de responder a sus insolencias. Cuánta frustración y decepción sentí en aquel momento

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