“México sin electricidad sería un infierno de desesperación”, se leía en el periódico El Imparcial el 24 de mayo de 1909. La capital del país se hallaba en una seria crisis. Cuatro días atrás había ocurrido un accidente en la presa de Necaxa, que surtía de energía a la mayor parte de la ciudad. Ese accidente fue definido por las autoridades porfirianas como “imprevisto, inesperado, fortuito”.

La vida en la metrópoli se paralizó. Las fábricas y algunos periódicos, “por carecer de fuerza motriz”, suspendieron sus labores; cuatro mil obreros dejaron de trabajar —y, por tanto, de cobrar— y numerosos tranvías de la ruta Juárez-Loreto, así como de La Viga, Guerrero y San Rafael, quedaron varados en las calles.

Los pocos que lograban continuar, aprovechando la pobre energía eléctrica que procedía de las plantas de Nonoalco, San Ildefonso, la Verónica y San Lázaro, lo hacían con un paso de tortuga.

El apagón duró varios días. Sin hallar solución al problema, las autoridades recomendaban reducir el consumo de electricidad, sobre todo entre las 7 y las 10 de la noche, hora en que todos los focos de casas, oficinas y comercios se hallaban encendidos.

En una crónica fantástica, “La ciudad en tinieblas”, Luis G. Urbina había descrito esos bruscos apagones que le hacían recordar a la gente “una cosa formidable: la noche”.

“Vivíamos sin preocuparnos de la sombra”, escribió Urbina, “y sucedió que de pronto nos sobrecogió el espanto”.

Durante esas noches, los escaparates y las puertas de las casas comerciales habían dejado de brillar, las calles naufragaron en la oscuridad y solo unos cuantos atrevidos se atrevían a recorrerlas. Como decía Urbina, parecía que los edificios, apagados, “se morían de angustia”. En algunos tramos era imposible ver más allá de dos metros.

Al tercer día de parálisis, de letargo, de hemiplejía “en la ciudad fantasmática”, un redactor de El Imparcial imaginó lo que iba a ocurrir si la situación se prolongaba y en la capital había “un retroceso de siglos”. “El alma de las ciudades modernas es el fluido portentoso”, escribió: si la ciudad se llegaba a quedar sin alma, “la bestia que dormía en todo ser humano va a despertar rugiendo”.

Lo primero que ocurriría era que los tranvías quedarían clavados en las calles y estas se llenarían de pasajeros ansiosos de llegar a su destino. Algunos tomarían carruajes y coches de alquiler. Otros alquilarían bicicletas “a precios exorbitantes”. Quienes vivían en Churubusco, Coyoacán y La Ladrillera tendrían que buscar canoas para volver a sus casas a lo largo del canal de La Viga.

Se verían hordas de transeúntes rumbo a Tacuba y San Ángel. Solo la luz de las estrellas caería sobre la ciudad y al avanzar la noche a la gente le invadiría un pánico cada vez más angustioso.

Se vendería medio millón de velas en un instante. La gente recorrería las tiendas buscando petróleo, ocote, aceites, grasas. Los mil 300 coches que había en la ciudad no podrían surtirse de gasolina.

En un solo día comenzarían a faltar el pan, las tortillas. Una simple “bola de masa” costaría ¡dos centavos! Ante la parálisis de producción y el incremento de la demanda, se dispararían los precios.
Los acaparadores harían su agosto, la especulación extendería sus tentáculos de hidra y el descontento estallaría, primero, en las zonas populares.

Pronto los comercios serían saqueados. Turbas ebrias, frenéticas, se lanzarían sobre pulquerías y vinaterías. “No hay gaseosas, ni habrá cigarros. Dentro de 24 horas México no fumará, pero esas son trivialidades junto a los temores que se gestan en las sombras”, escribió el redactor.

Habría gente atrapada en los elevadores de las oficinas. En muchas casas el agua dejaría de subir a los tinacos. Volverían a las calles los aguadores de antaño. Los jardines de las plazas comenzarían a secarse.

El horror regresaría por las noches. Aprovechando las sombras, los presos escaparían de la cárcel de Belén. Por toda la ciudad se escucharían tiros, habría robos y riñas. La tropa custodiaría los bancos, fusilaría sumariamente a ladrones detenidos en las calles.

Los cines, los teatros, los restaurantes permanecerían cerrados. Por las noches se distinguiría la luz de las linternas de los que salieran a la calle a buscar medicinas y alimentos.

El uso de velas, de ocotes, de petróleo, traería de vuelta los grandes incendios: llamas rojizas teñirían de rojo el cielo oscuro. Las quiebras del comercio y la industria sumarían millones.

Al volver la luz, México estaría en medio de ruinas, de sangre, de sombras. “Quedará lacerado por mucho tiempo”. Parecería que hubiera pasado por sus calles, “un huracán de desgracia”.

En 1977 sucedió en Nueva York el apagón conocido como “la noche del terror” o “la noche de los animales”. La ciudad quedó sin luz durante 25 horas. Un rayo había caído sobre un transformador y en solo seis minutos nueve millones de personas quedaron completamente a oscuras.

Hubo gente atrapada en los rascacielos, trenes varados en los subterráneos, gente deambulando por las calles. Inesperadamente estalló el delirio, la locura, el caos. Comenzó el saqueo. La policía detuvo esa noche a más de tres mil personas. Toda clase de comercios fueron destruidos y robados. Los habitantes de las zonas pobres se lanzaron a quemar y robar las zonas ricas. La ciudad se pobló de incendios.

Era el mundo que había imaginado 70 años antes un desconocido redactor de El Imparcial —que, en obvia referencia a una novela de 1898, “La guerra de los mundos”, empleó el seudónimo de Wells Jr.

Ese redactor que entrevió un México en tinieblas, en medio de ruinas, de sombras, de sangre, como si por este hubiera pasado un huracán de desgracia.

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