A finales de la década de los 80, la URSS parecía haber perdido la batalla de las grandes potencias. La excesiva burocracia, la corrupción y otros males endémicos habían puesto al oso soviético al borde de la extinción. Mijaíl Gorbachov, el último presidente del Soviet Supremo, en un intento desesperado de supervivencia, implementó la perestroika y trató de reformar la estructura interna del país. Esta serie de cambios comenzó con palos de ciego y pronto Gorbachov fue avasallado por una población con heridas más profundas infligidas desde el estalinismo. Quizá una de las lesiones de mayor calado era la que recaía sobre el derecho a la memoria. ¿Cómo aliviar el silencio?, ¿se puede revivir a las víctimas de los crímenes de Estado y darles derecho de réplica?

El gobierno anunció también el glásnost: transparencia y libertad de prensa. Por primera vez, se podía criticar a las autoridades. Vitali Shentalinski, miembro de la oficialista Unión de Escritores —organización que pretendía mantener un orden del canon de literatura permitida—, aprovechó la coyuntura y decidió preguntar sobre el destino de los colegas borrados de la conciencia colectiva.

Shentalinski creó una comisión para rescatar a quienes, en su momento, se opusieron al régimen. Como un secreto a voces, se sabían las prácticas de censura de los chequistas, primero, o de la KGB, después. Sin embargo, era necesario conocer la voz de las víctimas. Para sanar, se debía recobrar, aceptar y asimilar.

El primer paso lo dio en 1988, cuando convocó a integrar y difundir la labor de esta pretendida comisión: “No resucitaremos a los muertos, pero podemos y es nuestra obligación resarcir el saqueo espiritual que ha sufrido el pueblo”. Como era de esperarse, la carta no tuvo eco. No obstante, Vitali insistió, tocó puertas de comités, instancias, oficinas. Hizo llamadas que nunca fueron contestadas o que siempre regresaban al mismo punto de partida: laberintos burocráticos. Un año más tarde, tras entrevistarse con un miembro prominente del Comité Central, y con el secretario de la Unión de Escritores, consiguió acercarse un poco a las cajas membretadas: “Estrictamente confidencial”. Esto para llevarse una nueva decepción, ya que se le dijo que no había información de los autores que proporcionó.

Pese a esto, Shentalinski no cejó en su intento y exigió a los mandos superiores de la Fiscalía que la revisión de los documentos no la hiciera únicamente la KGB y propuso una triada conformada por un colaborador de esa dependencia, alguien de la KGB y un escritor —que terminó siendo él mismo— para revisar los archivos secretos. El representante de la fiscalía ironizó que justo un grupo de tres, llamados troika, eran los responsables de censurar los textos. “Está será una antitroika”, se apresuró a contestarle Vitali.

Así Shentalinski llegó a la Lubianka, una fortaleza sede de las distintas policías de control estatal (Checa, GPU, NKVD, MGB, KGB), cárcel y última parada de muchos. “Creo que es usted el primer escritor que entra aquí por propia voluntad”, se le dijo. Otro año más y nuevos tropiezos le costaron a Shentalinski toparse con la manuscritos, diarios y declaraciones reales de los escritores muertos por “atentar” contra el partido y el dogma.

“Esclavos de la libertad” marca el inicio de una serie de textos que reúnen los testimonios de los que fueron aprehendidos y nunca volvieron. La cifra de muertes aún es inestimable. Ana Ajmátova escribió: “Desearía nombrarlos a todos, pero se han llevado la lista y no se sabe dónde buscar información…”. Las carpetas de investigación que se han podido reunir, contienen el registro de Osip Mandelshtan, quien se atrevió a hacer poesía sobre la figura de Stalin; otros autores que consiguieron una marca roja en la relación de los silenciados fueron Serguéi Efrón y Leonid Kannegisser. Resalta también la suerte de quien pagó con la muerte una nimia errata: un linotipista que escribió mal la palabra Leningrado. Quizás el caso más paradigmático es el de Isaak Bábel quien fue perseguido y fusilado, sus textos y cartas secuestradas y su nombre borrado de la historia rusa.

El esfuerzo de Vitali Shentalinski por la memoria no sólo es conmovedor, sino justo, y reafirma la condición de arma y escudo de la palabra.

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