No escupir en la mesa y menos si estamos sentados con otras personas; dar las gracias después de haber recibido un servicio; no escuchar las conversaciones telefónicas de otros; no acosar, humillar o golpear a las mujeres; no discriminar por el color de la piel o la religión. Todas ellas son normas civilizatorias, construcciones sociales que tienen un sentido profundo para que la convivencia no sea un infierno. Se trata del respeto a los otros, de generar relaciones cotidianas armónicas, de no invadir la privacidad de nuestros semejantes, de desterrar la violencia y edificar un trato entre iguales. Por supuesto que todas esas normas sociales se transgreden, pero cuando ello sucede sabemos que la coexistencia se está degradando.

Son parte de un proceso civilizatorio que se encuentra más allá o más acá de la política inmediata y es la cristalización de lo que algunos llaman el progreso moral de la sociedad y no sin razón (sobre decir que esta nota está inspirada en la obra de Norbert Elias). Es el proceso a través del cual se han domado o se han pretendido domar nuestras pulsiones más destructivas para hacer del mundo un lugar más habitable. Una trayectoria que ha querido desterrar a la violencia como fórmula primigenia para la “solución” de los conflictos y ofrecer cauces pacíficos para conducirlos y resolverlos. Es la frágil capa que recubre nuestras relaciones y que nos protege a unos de los otros y sobre ella se asienta el sistema democrático y sus valores: el aprecio a la pluralidad política e ideológica, la tolerancia, la convivencia de la diversidad, los derechos de las minorías, la competencia regulada, el principio de legalidad, la igualdad ante la ley y tantos más.

Visto así, en las elecciones de los Estados Unidos estaba en juego no solo el triunfo o derrota de republicanos o demócratas, sino en buena medida el tipo de espacio público, civilizado o no, en el que se reproducirá la vida política y social de sus habitantes (y no solo de ellos por la gravitación internacional de los Estados Unidos). Biden ganó, pero Trump obtuvo más de 70 millones de votos. Y es preocupante constatar que legiones de ciudadanos se identifican con un hombre misógino, racista, mentiroso, prepotente, oscurantista. Un tipo que en sus discursos y en sus actos subvierte buena parte del entramado civilizatorio construido a lo largo del tiempo.

Trump no es un hombre aislado, todo lo contrario. Tuvo y mantuvo fuertes puentes de comunicación con casi la mitad de votantes de su país. Lo que alarma entonces es que el piso civilizatorio parece en ocasiones frágil. Sin filtros éticos ni legales, sin empatía por los otros, siendo un hombre sin vergüenza, que no respeta las reglas más elementales de la vida en común, coadyuvó a construir un espacio público no solo polarizado, sino recargado de fake news, agresiones, descalificaciones ad hominem. Es el símbolo de una potente ola contra civilizatoria, que, alimentada por el resentimiento, puede destruir mucho de lo edificado para un mejor trato entre nosotros. El odio que irradia, su majadería profunda, su comportamiento sin controles, no fue una opción política más, fue una expresión que podía hacer saltar por los aires las reglas más elementales de nuestra coexistencia.

Por eso, el primer discurso como presidente electo de Biden, que fue racional, educado, civilizado, resultó viento fresco en un ambiente viciado.

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