Lanudo y trompudo Un borrego y un elefante caminando por la estepa sudafricana es definitivamente una escena que ni en mis más locos sueños imaginé. Como les platiqué la semana pasada, mi elefante bebé necesitaba convivir con otro cuadrúpedo para que no se hiciera dependiente de los seres humanos. Si el elefantito se hacía dependiente de nosotros, al llegar a la vida adulta podría convertirse en un elefante problemático. ¿A qué me refiero con problemático? Existen casos en los que algunos elefantes de las reservas privadas se meten a los hotelitos para tomar agua de las albercas, comerse las flores y las plantas, o para simplemente inspeccionar a los humanos. También hay casos en los que algunos elefantes han perseguido a los vehículos, y tomando en cuenta que pesan casi 5 toneladas y pueden correr a una velocidad de 40 kilómetros por hora y un vehículo para safari no puede ser conducido a altas velocidades, la cosa se puede poner un poco fea. Para que el elefantito no estuviera buscando contacto humano, entró a la escena el borrego más gracioso, simpático, carismático y multifacético que he conocido. Albert, (o Alberto para los cuates), fue recibido por el trompudo de una manera muy poco cordial. El elefante, que en su vida había visto una bola de algodón con patas, abría sus orejotas (señal que hacen los elefantes para hacerse ver más grandes cuando se sienten amenazados) y lo perseguía por el espacio que se acondicionó para que ambos convivieran antes de que estuvieran listos para salir a caminar por terrenos sudafricanos. Para poder documentar este proceso poco convencional, además de haberme sido encomendada la tarea de madre adoptiva, también se me dio la tarea de grabar cada movimiento de este par. El tiempo que les tomó acostumbrarse el uno al otro fue casi de dos semanas. Finalmente el elefante se cansó de perseguir y el borrego de correr. Los dos jugaban alrededor de una pequeña alberquita que se acondicionó para que tomaran agua y para que el elefante se diera sus chapuzones. Ya que el elefante también se acostumbró a mí, pude entrar a su casa para limpiar sus “gracias”, o más bien “graciototas” con una pala. Esta tarea desafortunada la realizaba mientras le cantaba canciones en español para que se fuera acostumbrando a mi voz. El elefantito me estudiaba y me acompañaba haciendo un ruido con su trompa que todavía, algunas noches, hace eco en mi cabeza… Era un sonido como de trombón y puedo jurar que era así como él me hacía coro mientras le cantaba. Ya que los tres nos acostumbramos a convivir, era importantísimo dar el siguiente paso: caminar. Y caminar mucho. Los elefantes son animales que viven en constante movimiento. Recorren largas distancias en busca de alimento y agua, así que era muy importante que los tres saliéramos a caminar en cuanto el trompudito terminara de tomar sus tres litros de leche a las 6:00 de la mañana. En estas largas caminatas, el elefantito comía pasto y hojas de los árboles. Estos gigantes vegetarianos pasan 18 horas del día comiendo porque únicamente digieren 40 por ciento de lo que ingieren, así que mientras el trompudo comía y su amigo Alberto lo acompañaba, yo me sentaba en donde podía para grabarlos. Y así pasaron los días, las semanas, los meses y los años. Este par me enseñó grandes lecciones de amistad que hasta el día de hoy trato de compartir con la mayor cantidad de personas que se cruzan en mi camino. Ambos me enseñaron que, a pesar de sus diferencias, puede haber amistad, tolerancia y respeto, un gran ejemplo que muchos seres humanos deberíamos seguir. El elefantito, después de haber sobrevivido las primeras 4 semanas bajo nuestro cuidado, finalmente fue bautizado. Por su historia de vida y lo que representaba para todos nosotros en la reserva, se le bautizó “Themba”, que en zulu significa “esperanza”. “Themba” fue mi gran “Themba” de vida.

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