El primero de enero entró en vigor la reforma a la Ley General de Salud que da vida al Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi). La reforma señala que el Insabi tiene como objetivo el garantizar la prestación gratuita de los servicios de salud para los mexicanos que no están adscritos a un sistema formal de seguridad social. Sobra subrayar que la universalización de los servicios de salud en México es, sin duda, una política eminentemente correcta. Sin embargo, al igual que sucede con otras recientes políticas públicas nacidas del mero voluntarismo, el diseño del Insabi carece del debido sustento normativo, financiero y operativo. Esto puede condenarlo a convertirse en una riesgosa quimera, como ya se ha percibido a escasos días de su puesta en operación.

Durante décadas el Estado mexicano ha buscado la universalidad del Sistema Nacional de Salud. Esto se pretendió lograr a través del proceso de descentralización de los servicios de salud que inició el siglo pasado y que concluyó, ya en este siglo, con la creación del coloquialmente llamado Seguro Popular. A contracorriente con lo anterior, el espíritu que está detrás del nuevo Insabi es, al final del día, la recentralización de los servicios de salud para la población que no es derechohabiente.

En el caso de algunos gobiernos estatales la nueva reforma es literalmente música para sus oídos, dada la carencia de recursos propios suficientes, la mala calidad de sus servicios médicos y la opacidad que priva en sus sistemas de salud. Sin embargo, al menos los gobiernos de Aguascalientes, Baja California Sur, Guanajuato, Jalisco, Querétaro y Tamaulipas ya han manifestado de manera abierta su oposición a la reforma, pues juzgan que sus sistemas de salud son funcionales. Para dar un solo ejemplo, el prestigio del Hospital Hidalgo en Aguascalientes es tan grande que inclusive los derechohabientes del estado prefieren tratarse ahí, antes que en los hospitales del IMSS y el ISSSTE (o, para el caso, en hospitales privados).

Pero esa oposición por parte de los gobiernos estatales no es el único riesgo que enfrenta el gobierno federal con su reforma. Hay otros errores igualmente preocupantes. El primero es de párvulos: el gobierno no ha señalado cuál será el esquema de financiamiento y el presupuesto del Insabi asignado para este año. Dado que el organismo no cuenta con contribuciones de seguridad social, sorprende que el Presupuesto de Egresos de la Federación no establezca el monto de los nuevos recursos y cómo se alinearían éstos con los del Fondo de Aportaciones para los Servicios de Salud que por ley reciben los estados.

Un segundo problema, también de párvulos, tiene que ver con la operación: no está claro el proceso de afiliación al Insabi y sus criterios de elegibilidad. Estos datos básicos se requieren para el proceso de planeación mismo. Si no se tuvieran, se crearían entonces redes de atención no estructuradas, habría sobre —o sub— contrataciones de personal, y se comprarían medicamentos de más o de menos.

Esa falta de planeación tuvo como consecuencia, en particular, que no se haya previsto un esquema transitorio que ayudara a dar certeza sobre la transferencia de fondos de la Federación a las entidades. La incertidumbre es tal que no se sabe si la Aportación Solidaria Federal y la Cuota Social que se transferían a las entidades se compensará con otros fondos. Este limbo jurídico es de gran relevancia, ya que el 85% de los recursos del Seguro Popular provenían de la Federación y solo 15% de las entidades federativas.

Como consecuencia de lo anterior, este año un mexicano que no sea derechohabiente no sabrá a qué hospital acudir llegado el caso, ni cuál será el costo médico si hay tal, y ni siquiera si su póliza del Seguro Popular seguirá vigente. Este mismo desconcierto existirá en el personal médico de los estados, quienes tampoco tendrán reglas claras.

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