Algo francamente curioso está sucediendo con nuestra clase política. Frente al descrédito generalizado del que son objeto y la abundante evidencia de actos de corrupción —o por lo menos, de actos que merecen una explicación pública más profunda que la que han ofrecido a regañadientes, han decidido que sentirse ofendidos frente a los reclamos de la opinión pública es su mejor salida.

A ver, un poco de contexto: México ha perdido 6 puntos en el Índice Percepción de la Corrupción que presentó la organización Transparencia Internacional por segundo año consecutivo. No estamos reprobados, estamos reprobadísimos. No llegamos ni a 30, en una escala de 100, compartimos los últimos lugares con países como Laos, Rusia y Kirguistán, y estamos pocos lugares por arriba de Venezuela, Nicaragua o Haití.  México es el país peor evaluado tanto del G-20, como de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). El diagnóstico no mejora si ampliamos un poco más la mira: a pesar de que la sociedad civil organizada no ha dejado de ejercer presión, el Sistema Nacional Anticorrupción avanza a marchas forzadas, muy forzadas. A nivel local el asunto no es muy distinto: un día sí y otro también, se publican reportes en prensa en los que se exhibe el esfuerzo claro de las clases políticas locales para continuar con los esquemas institucionales que les permiten actuar opacamente y con total impunidad a nivel estatal. Ahí tampoco hay avances.

Ranchos, casas, bodegas, flotillas de aviones, prestanombres, empresas fantasma, miles de millones de pesos del erario que debían haber sido destinados para la Cruzada contra el Hambre, para la reconstrucción de la ciudad después del 19S, para quimioterapias de niños…¿seguimos? La corrupción toca a todos los partidos y está en todos los niveles. Pero los ofendidos son ellos.

Me detengo en uno de los últimos casos, que tiene que ver con la administración de la secretaria de Desarrollo Agrario, Territorialy Urbano  de la administración federal, Rosario Robles. El asunto no es sólo importante por la magnitud del presunto desvío, sino porque es una fotografía nítida de los cada vez más frágiles argumentos de una clase política corrupta y decadente.

Partamos de los hechos: la Auditoría Superior de la Federación (ASF) documentó mediante al menos tres auditorías forenses, un sistema mediante el que, tanto la Sedatu, como la Sedesol, ambas bajo el liderazgo de Robles, son incapaces de justificar el gasto de más de mil 700 millones de pesos. No hay entregables, se usaron a empresas fantasma identificadas por el SAT, se obligó a funcionarios a firmar de recibido sin recibir nada, entre otras actividades ilegales. En los repartos del dinero y de los contratos, se violaron todas y cada una de las normativas de transparencia y buena administración. Se actuó con dolo. Está documentado. Los hechos descritos en los informes no son sujeto de interpretación.

Una ofendida —¡y hasta enojada!—  secretaria Robles salió a medios con la ya conocida y ampliamente utilizada fórmula:  “esto tiene motivaciones políticas”, “justo ahora en campaña, mira qué casualidad”,  “que se investigue a fondo”, “caiga quien caiga”, “por eso vine a la PGR”, “no hay una sola prueba”, “sigo viviendo en la casa de toda la vida”, “he servido a México por 20 años”, “pero si todos lo hacen, todas las secretarías lo hacen”. Ah, claro, casi lo olvido, dos más que quedarán para la historia: “personalmente yo no firmé nada” y “aquí no hay responsabilidad de la cabeza de sector”.

¿Quién ofende a quién, secretaria Robles? Vale preguntárselo.

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