Con la muerte de Hugo Chávez se cierra quizá el penúltimo capítulo de una novela de dictadores latinoamericanos que tiene de todo en historias de desmesura, brutalidad y terror.

Regímenes militares, golpes de estado, genocidios, despilfarros y compendios gigantescos de anécdotas del indebido poder en manos de gorilas, tiranos, represores, que hicieron del gobierno un ejercicio personal de arbitrariedad y disipación, están registrados en novelas cuyos personajes se quedan cortos ante la realidad que superó toda ficción.

Cualquier exageración fantasiosa de los escritores que se han ocupado de estos personajes tan siniestros, tan queridos y odiados, desquiciados en su mayoría, insaciables de poder, sangre y riquezas, son superadas por la vida real, por la historia verdadera que se sigue escribiendo en las letras rojas y ocres de la fábula latinoamericana. La fauna es numerosa. Su recordatorio es una obligación para poner agua bendita a las naciones que pueden seguir sufriendo el anatema de una tradición ominosa.

‘El señor presidente’ de Miguel Ángel Asturias inaugura el ciclo de la narrativa que luego se constituyó en todo un género literario: la novela del dictador. Aunque no hay aquí propiamente un retrato del personaje, aparecen voces, sueños, una realidad como una estructura discontinua: reiteración de frases e imágenes, como las pesadillas, como los efectos terribles de la dictadura.

Manuel Estrada Cabrera fue el tirano caprichoso que gobernó Guatemala a principios de siglo. Su sombra está presente como una fuerza alienada por el desvío, por la alucinación de un poder inmoderado.

Varios de estos dictadores tuvieron el apoyo de los Estados Unidos, algunos se mantuvieron sumisos, otros creyeron que su poder era verdadero y autónomo y dieron la espalda a sus protectores. Mientras obtuvieron financiamiento, dieron una imagen de progreso, cuando se atrevieron a romper la paternidad, terminaron empobreciendo a su nación y aborrecidos por su pueblo.

Todos enloquecieron: Alfredo Stroessner, Augusto Pinochet, la dinastía Somoza, Leónidas Trujillo, el genocida Ríos Montt que en Guatemala se autoproclamó como el “ungido de Dios”. Éste aún vive un juicio por masacrar a su pueblo. Miles de indígenas perdieron la vida durante su gobierno caracterizado por la manipulación religiosa —como pastor de una secta evangélica fundamentalista— que recetaba el bien cuando el fin era el secuestro, la tortura, la desaparición o la muerte.

Además de la obra de Asturias, la narrativa sobre estos señores del poder omnipotente y extraviado podemos recordar a “Yo el Supremo” de Augusto Roa Bastos; “El recurso del Método” de Alejo Carpentier; “Oficio de difuntos”, de Arturo Uslar Pietri, “La fiesta del Chivo”, de Mario Vargas Llosa y “El otoño del Patriarca” de Gabriel García Márquez.

El retrato del colombiano puede caber en el uniforme militar de cualquier absolutista, pero el autor de “Cien años de soledad” confesó haber leído durante varios años decenas de biografías de dictadores. Al final coincidimos en una conclusión: todos terminan siendo lo mismo, iguales en su desviación y simétricos en sus excesos.

Chávez quizá sea de los últimos episodios de esta novela de poder insensato, de populismo que enajena y arruina. Pero no lejos de la patria bolivariana, se erigen mandatos que son símiles del gobierno tirano: Daniel Ortega se salió del carril revolucionario y ahora es un hombre que se parece más a los personajes que combatió el sandinismo.

Otros líderes latinoamericanos pueden ser llamados por la luz que ilumina a los convocados por Dios que terminan en el infierno de los déspotas. Que Evo Morales (Bolivia) y Rafael Correa (Ecuador) se cuiden de esa falsa voz que escucharon Fidel, Pinochet, Duvalier, Somoza y Hugo Chávez.

Ninguna novela supera las vidas de estos monstruos que construyeron sus imperios con el mazo de la demagogia y la represión. Algún experto nos confirma que “la realidad es la realidad, que a menudo supera a la ficción, y la vida de un dictador, además de ser un golpe a la lógica y la razón… es la demostración de lo que le ocurre al hombre cuando sus relaciones no pueden desarrollarse de manera natural; cuando, para sustituir a la unidad familiar o a la fe religiosa, sólo es posible la adhesión al poder, encarnado en un personaje que se mueve entre la luz y las tinieblas, entre el sueño y la pesadilla, entre la realidad y la fantasía”.

Hugo Chávez que vociferaba desafíos y colmaba de frases ‘preciosas’ al imperio, terminó rogando a Dios, con voz inaudible y entrecortada, que no lo dejara morir. Dicen sus fieles que los yanquis le inocularon el mal terrible que lo fue aniquilando poco a poco.

Escritor, periodista y analista político

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