A lo largo de su travesía de dos décadas rumbo al poder, Andrés Manuel López Obrador se dedicó a exhibir y criticar la incapacidad de los gobiernos en turno. Por años insistió en que los males de México eran enteramente atribuibles a la ineptitud de quien gobernaba entonces. Así lo dijo sobre la violencia, el raquítico crecimiento de la economía, la inseguridad y cuanto asunto quiso. “Videgaray confirmó la parálisis económica en dos años de EPN. Un crecimiento promedio de 1.3% anual, en términos reales, nada. Puro circo”, tuiteó López Obrador en 2014. Algunos meses después, tras el horror de Ayotzinapa, señaló de nuevo a Peña Nieto. “Como se atreve EPN a decir que México no puede quedarse atrapado en la tragedia de Ayotzinapa”, tuiteó en enero de 2015. “Que aclare los hechos y aplique la ley”. Cuando la fuga de Joaquín Guzmán, López Obrador no dudó en reclamar al gobierno. “Si cuando menos no renuncia el gabinete de seguridad, va a quedar la idea de que hubo complicidad al más alto nivel en la fuga del Chapo”, dijo.

La larga lista de ejemplos parecía revelar a un hombre convencido del compromiso que implica gobernar. Pero no solo eso: la crítica constante (y completamente justificada, no sobra recalcar) de López Obrador a sus antecesores también sugería el deseo ferviente de ser él quien tuviera el timón en las manos. Por años insistió ad nauseam en que los mexicanos estarían “mejor” con él al frente. Si tan solo fuera él quien tuviera la responsabilidad de gobernar, México caminaría por el rumbo correcto. A él no le temblaría la mano para guiar al país ni mucho menos para asumir el mandato de ser presidente, en las buenas y las malas.

Por eso es tan paradójico que ahora, cuando finalmente gobierna con la plenitud que soñó, el presidente se empeña en desviar el saldo de sus errores y problemas. Antes que apropiarse de la responsabilidad del repunte de violencia en el país, el presidente insiste en que ha heredado una tragedia. Antes que admitir que la economía se ha detenido, propone dudar de la evidencia. Antes que reconocer la validez de alguna investigación periodística que cuestiona la honradez de algún miembro de su equipo o la sensatez de sus medidas, insinúa que la prensa, mexicana e internacional, responde a intereses ocultos. Antes que respetar la validez de la protesta, el presidente duda de sus motivos. Antes que reconocer el daño que ha hecho el desabasto de medicinas, inventa una conspiración de la industria farmacéutica. De pronto parece que la culpa de los males de México la tienen todos salvo el propio presidente López Obrador y el gobierno que encabeza. Él, que quiso el poder como nadie, ahora reniega de sus costos.

En esto, como en otras cosas, el presidente de México ha demostrado no estar a la altura de su discurso anterior. ¿Cómo habría respondido el López Obrador líder de oposición a un presidente obstinado en rechazar la responsabilidad de los tropiezos de su gobierno? Basta revisar su crítica implacable a Enrique Peña Nieto. “EPN, en vez de aceptar su responsabilidad en la crisis petrolera y cambiar su fatal política energética, fue a Tabasco a ofrecer paliativos,” tuiteaba el presidente hace tres años. La crítica no se quedó ahí. López Obrador incluso propuso la renuncia de Peña Nieto y sugirió convocar a nuevas elecciones para remediar la “ineptitud” peñista ante la “crisis de México”.

López Obrador debería recordar ahora su propia impaciencia y firmeza con la impericia de quien gobernaba entonces. A él nadie le exige que renuncie y quien lo haga no sabe lo que dice. Se le pide, eso sí, lo mismo que él reclamaba a sus antecesores: no solo capacidad para gobernar sino la valentía y el pudor de asumir plenamente los costos de sus tropiezos. Hasta hace poco tiempo, buscar chivos expiatorios ante la crisis le hubiera parecido indigno y hasta inmoral. Él lo sabe. Es hora de que se mire al espejo.

@LeonKrauze

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