“El universo (que otros llamarían la Biblioteca) se compone de un número indefinido, tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas...” Así comienza el cuento “La biblioteca de Babel”, de Jorge Luis Borges, escrito en 1941. El argentino imaginó un espacio en el que estarían reunidos todos los libros publicados en la historia; en sus interminables estantes se encontraría “todo lo que es dable expresar, en todos los idiomas”.

Muchos genios de la humanidad han tenido un deseo semejante. La biblioteca de Alejandría fue creada en 331 a. C., poco tiempo después de la fundación de la ciudad egipcia por Alejandro Magno. El propósito de su creador era compilar todas las obras del ingenio humano, publicadas en todos los reinos conocidos. Irene Vallejo, la filóloga española que nos guía por los laberintos de la lectura, ha escrito sobre este paraíso en su espléndido libro El infinito en un junco.

A mediados del siglo III a. C., Alejandría contaba con 490,000 libros, catalogados por el bibliotecario Calímaco de Cirene, también poeta; doscientos años después, según Aulo Gelio, la cifra subió a 700,000. Cuando un lector imagina la riqueza intelectual que llegaron a tener los egipcios, llora de impotencia al saber la magnitud de la pérdida de este compendio del saber, ocurrida en el año 47 a. C., cuando el edificio fue incendiado como parte del sitio impuesto al general romano Julio César, quien estaba en Alejandría para apoyar con su fuerza militar a la reina Cleopatra.

En América, la primera biblioteca pública fue la Palafoxiana, en Puebla. Fue fundada en 1646 por el obispo Juan de Palafox, quien donó 5,000 volúmenes a los Colegios Tridentinos. Hoy cuenta con un fondo de 45,000 volúmenes y nueve incunables, el más antiguo del año 1475. En el 2002, fue visitada por Charles, el Príncipe de Gales, quien recibió el regalo de un ejemplar facsimilar que registra la historia de los ancestros de la familia real. En las bibliotecas británicas no quedaba otra copia. En el 2005, esta biblioteca fue registrada por la UNESCO como parte de La Memoria del Mundo.

Los libros perdidos son galeones hundidos en el mar de la ignorancia. Sus tesoros, en lugar de objetos de plata o lingotes de oro, son conceptos, historias, emociones descritas con palabras, ilustraciones de tiempos idos. Sus páginas olvidadas podrían arrojar luz en estos tiempos de tinieblas.

Así como las compañías de exploración submarina llegan al lecho del océano a rescatar bienes de barcos hundidos, quedan por aquí algunos buzos del conocimiento que exploran en libros antiguos, sobrevivientes de incendios, ataques de plagas, humedad y el abandono que trae el tiempo.

Alfonsina Storni, poeta argentina y suiza, dejó estos versos: “En todos los momentos donde mi ser estuvo, / en todo esto que cambia, en todo esto que muda, / en toda la sustancia que el espejo retuvo, / sin ropajes, el alma está limpia y desnuda. // Yo no estoy y estoy siempre en mis versos, viajero, / pero puedes hallarme si por el libro avanzas / dejando en los umbrales tus fieles y balanzas / requieren mis jardines piedad de jardinero”.

Google News