“El camino al infierno está sembrado de buenas intenciones”, decían nuestros abuelos. Si algo caracteriza a la Ley General de Víctimas recientemente promulgada es la efusión de gracias y mercedes. Lamentablemente, el imperativo ético de contar con una Ley de Víctimas y la decisión de los ciudadanos más conscientes de negarse al olvido, parecen extraviarse ante el apresuramiento que impidió una reflexión concienzuda de una iniciativa de enorme trascendencia, y las deficiencias técnico-jurídicas de quienes convirtieron un catálogo desordenado de exigencias y reclamaciones —en su mayoría justas— en norma jurídica de observancia obligatoria. Son muchos los errores y excesos plasmados en esta ley, cito sólo algunos:

1) Su inconstitucionalidad. El Congreso no tiene facultades para legislar en esta materia. Además, diversos artículos contradicen el texto constitucional; por ejemplo, limitando la libertad de tránsito.

2) Laxa definición de víctimas: “Se denominarán víctimas directas aquellas personas que directamente hayan sufrido algún daño o menoscabo económico, físico, mental, emocional, o en general cualquiera puesta en peligro o lesión a sus bienes jurídicos o derechos como consecuencia de la comisión de un delito o violaciones a sus derechos humanos reconocidos en la Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado mexicano sea parte” (artículo 4). No distingue entre las víctimas de graves violaciones a los derechos humanos por un agente del Estado, que merecen protección, y las de delitos ordinarios.

3) Crea pesados aparatos burocráticos como el Sistema Nacional de Atención a Víctimas, “máxima institución en la materia” en México, presidido por el titular del Poder Ejecutivo e integrado por instituciones, entidades y organismos de los tres Poderes y los distintos órdenes de gobierno.

4) Crea un supremo poder, o casi: la Comisión Ejecutiva, integrada por nueve personas, que podrá hacer comparecer a petición de grupos de víctimas hasta al Presidente de la República (artículo 93).

5) Establece compensaciones onerosas e inoperantes para la Federación, estados y municipios: “La compensación se otorgará por todos los perjuicios, sufrimientos y pérdidas económicamente evaluables que sean consecuencia del delito o de la violación de derechos humanos, incluyendo el error judicial” (artículo 70).

6) Le impone al Estado la obligación de reparar el daño, aun tratándose de delitos cometidos por un particular que no cuente con los medios para hacerlo (artículo 71); es decir, que serán los contribuyentes quienes compensen “subsidiariamente” los perjuicios causados por delincuentes.

7) Invade terrenos y atribuciones que la Constitución asigna al Poder Judicial y a la Comisión Nacional de Derechos Humanos.

A todo lo anterior deben sumarse vaguedades como ésta: “el Estado deberá realizar todas las actuaciones necesarias dentro de un tiempo razonable”; lo que abre una interrogante mayúscula para determinar sobre el “tiempo razonable”. Para no hablar de una redacción confusa y farragosa, como en la descripción de “daño” en materia ecológica: “[…] pérdidas de ingresos directamente derivadas del uso del medio ambiente incurridas como resultado de un deterioro significativo del medio ambiente, teniendo en cuenta los ahorros y los costos…” (artículo 6).

Y qué decir del cúmulo de imprecisiones a la hora de identificar a los sujetos institucionales: en unos casos se refiere a los titulares y en otros a las dependencias. Problemas de inconstitucionalidad y técnica jurídica, confusión y ambigüedad en definiciones, multiplicación de entidades burocráticas, compensaciones inoperantes y costosas, dan una idea de la enorme fragilidad de la Ley General de Víctimas y los problemas que enfrentarán autoridades, jueces y víctimas para hacerla efectiva.

No será fácil subsanar los serios problemas que porta. Porque, incluso en una revisión superficial, resulta evidente que es difícilmente “perfectible”, quizás sería preferible trabajar en un nuevo proyecto.

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario

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