Fue el arquitecto Carlos Flores Marini quien me habló por primera vez de las capillas de Ixtla. Lo habían contratado a principios de los años 70, según me contó, para que restaurara una antigua casa en Apaseo el Grande, Guanajuato.

Mientras llevaba a cabo los trabajos de restauración, alguien le habló acerca de un pueblo al que solo se podía llegar a caballo por los cerros, y en el que existía un tesoro arquitectónico escondido: decenas de capillas construidas en los siglos XVII y XVIII, que se hallaban diseminadas entre un grupo de pobres casuchas y seca vegetación.

Una mañana se aventuró por el camino de la vieja hacienda de Obrajuelo, en el kilómetro 16 de la carretera Querétaro-Celaya. “Sentí que caminaba dentro de una novela de Juan Rulfo”, me contó.

Halló un pueblo fantasmal y desierto, que se extendía a lo largo del lecho seco de un río. La miseria y el olvido convivían con un conjunto de capillas enruinas, pequeñas catedrales en miniatura, en algunas de las cuales aún quedaban restos de antiguas y delicadas pinturas murales.

Nadie supo decirle a Flores Marini qué rayos hacían aquellos tesoros virreinales en medio de un pueblo desolado, de casas cerradas y calles vacías.

El arquitecto contó 41 capillas, aunque un viejo del pueblo le dijo que algún día había existido 72. Nada quedaba de ellas. Años antes un arquitecto italiano llamado Giorgio Bellioli había saqueado sus materiales, para construir con ellos casas de estilo neocolonial a las afueras de Guanajuato.

Flores Marini elaboró un proyecto para que los gobiernos federal y estatal rescataran lo poco que había quedado. Como sucede casi siempre, ese proyecto quedó archivado.

A principios de los 90 fui a Ixtla para hacer un reportaje de las capillas. Encontré el pueblo solitario y rulfiano del que había hablado el arquitecto. En las calles llenas de piedras que ascendían por los cerros, solo de vez en vez atravesaba alguna mujer enrebozada, algún vecino convertido casi en un fantasma.

“Hay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce con sorber un poco de aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo”, escribió Rulfo.

Vi las capillas y su ruina. Ni siquiera pude localizar la mitad de las que Flores Marini había visto 20 años antes. En la iglesia me dijeron que, en los años de la Revolución, y más tarde, durante los fragores de la Cristiada, Ixtla había quedado convertido en un pueblo fantasma.

La hierba creció sobre los muros, los techos se desplomaron. El templo dedicado a San Miguel, levantado en 1711, se llenó de grietas. Buena parte de los archivos parroquiales desaparecieron.

Si alguien sabía por qué en un pueblo apartado, en el que no hay minerales y ni siquiera buenas tierras para el cultivo o la ganadería, habían existido recursos suficientes para erigir 72 portentosas capillas, se fue también, devorado por el tiempo, por la muerte, o por el bramido de la revolución.

Ixtla perdió la memoria. Cuando las revueltas terminaron, solo unos cuantos regresaron al pueblo. Lo que no habían acabado los años lo acabaron las partidas de bandoleros.

La hipótesis de Flores Marini era que en aquella confusión se debieron olvidar las antiguas tradiciones y los orígenes del pueblo (fundado, según la investigadora Rosa María Sánchez, a fines del XVI).

Cuando fui a Ixtla a principios de los 90, algunas capillas eran empleadas como cocinas, dormitorios o corrales. En la más bella de todas, conocida como “La Pinta” por sus murales, un vecino cuyo apellido se me escapa, aunque sé que se llamaba Úrsulo, guardaba a sus chivos todas las noches.

Un anciano campesino llamado José Olvera me contó una historia extraordinaria: “Los de antes decían que aquí iba a ser México, que el águila de los aztecas pasó primero por aquí y que los indios la corrieron a pedradas. Por eso ha pasado aquí tanta tragedia”.

Según el viejo cuando el águila fue ahuyentada llegaron varios años de sequía. Y por eso la gente del pueblo construyó las capillas: “Querían que nuestro Señor acabara la sequía y devolviera el tiempo de las nubes”.

Hace unos días iba de camino a San Miguel de Allende. Volví a tomar el camino de Ixtla: los cerros polvorientos junto al lecho seco del río. No había cambiado nada. Las mismas calles desiertas, los mismos perros flacos, las mismas sombras caminando a lo lejos.

Recordé a Rulfo: “El amanecer, la mañana, el mediodía, y la noche, siempre los mismos”. “Vivimos en una tierra en que todo se da… pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso”.

En el año 2000 el INAH había restaurado “La Pinta”. Un vecino, Eutimio Sánchez, me dejó entrar a verla. Me emocionó la belleza de los desvaídos murales en que se representa La Pasión.

Todo lo demás, casi todo lo demás, eran ruinas y piedras. Subí por los cerros buscando esas sombras del pasado. Me contaron que, en la época virreinal, en Ixtla vivían partidas de ladrones que asaltaban las conductas de plata que venían de Guanajuato: que esa plata robada fue la convirtió el pueblo en un prodigio barroco de catedrales en miniatura.

Ahora, al igual que en aquella visita de hace 30 años, solo aparecieron los restos, las piedras de unas cuantas capillas desmoronadas por el tiempo: los espectros de su planta rectangular, de sus arcos de medio punto, de sus bóvedas de arista y sus aplanados de estuco.

Volví a pensar en Rulfo: “(Aquí) nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza”.

Salí del pueblo con pesar. Porque tarde o temprano la maldición rulfiana va a cumplirse: “Nada puede durar tanto, no existe recuerdo por intenso que sea que no se apague”, y a nadie parece importarle.

Pasarán 30 años más y un día solo quedarán el polvo, y las piedras.

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