Una característica de la vida laboral de nuestra era es el uso descarado —y el desbalance que esto provoca— de ese recurso tan valioso y a la vez imperecedero que es el tiempo. Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), ente encargado de identificar aquellas prácticas de trabajo y de sugerir a los países esquemas y normatividad para fomentar el adecuado ejercicio laboral, existe una desigualdad muy identificada entre los países con mayor promedio de horas trabajadas por persona; por un lado, países como Alemania con mil 363 horas anuales trabajadas por persona en promedio o Estados Unidos de América con mil 783 horas o un caso más cercano en Latinoamérica de mil 974 horas trabajadas al año por los chilenos y, no sé si para espantarse, decepcionarse o entender como un reflejo más de lo que sucede en la sociedad mexicana, pero en nuestro caso México gana el primer puesto con 2 mil 255 horas trabajadas por año, desplazando a Costa Rica, República de Corea y Grecia, según la OIT, refiriendo en su más reciente estudio Garantizar un tiempo de trabajo decente para el futuro, presentado en la 107 Conferencia Internacional celebrada a principios de este 2018, donde cita a su vez a la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE).

Pero esto es apenas un síntoma, y la verdad no lo llegamos a percibir los mexicanos tanto como esa cifra apabullante —o al menos yo no—; lo que sí es claro es que la pasamos del “tingo al tango” —diría mi madre— entre reuniones de trabajo o seguimiento, conferencias telefónicas de lo más variadas y versátiles (gracias a la multiculturalidad en la que hoy nos desenvolvemos y a los horarios tan diversos para comunicarse en el contexto internacional de las organizaciones); atendemos visitas de nuestros clientes y proveedores, eventos sociales, viajes de negocios y una infinidad de actividades que, dicho de una manera coloquial, nos partimos en dos, o hasta en más, para atender todo y a todos.

Sin embargo, además de “pretender” atender la multitud de actividades en nuestras agendas de hoy en día, nos perdemos, literalmente, de lo más valioso, de compartir nuestro tiempo con los nuestros, de dedicarnos algunos instantes a nuestras personas y de enriquecer nuestras vidas con aquello que nos gusta hacer, eso que a final de cuentas nos hace humanos.

La diversidad de trabajadores y sus actividades siempre me ha invitado a reflexionar sobre la complicación de las agendas cotidianas. Un profesor, por ejemplo —aprovechando para reconocer su incansable labor en este su día—, llega a tener cargas horarias de hasta 30 horas frente a grupo, atender actividad académico administrativa (reuniones de academia, proyectos, diseño curricular y velar por su propia formación e intereses de investigación); un servidor público llega a colmar su día con reuniones, eventos, vistas y entrevistas, cubriendo jornadas maratónicas hasta entrada la noche en actividad que aparentemente puede ser social, pero que en realidad es una extensión de las relaciones públicas que en la mayoría de las ocasiones facilitan el cierre de negocios, convenios o gestiones de gran impacto para las organizaciones ya sea públicas o privadas.


Hoy más que nunca, para bien —y también para mal— las agendas exigen una administración del tiempo mucho más eficaz, pero más congruente con la vida personal, haciendo uso de la tecnología para trabajar y ser productivo, pero sobre todo para vivir una vida más plena, más balanceada, dejando a un lado eso a lo que recurrimos con más frecuencia en estos tiempos, el poder que sólo el Doctor Strange —superhéroe de Marvel— posee: el arte de la bilocación.

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